Reconstruir, destruir o deconstruir Europa, that´s the question.

El chiste lo encontré en los días que ganó el «brexit» el referendum de junio, y expresa bien el salto que hay entre los populismos descerebrados, que pululan por todos los países de Europa sin excepción, y la realidad económica, política y social que suelen traer. Luego vienen las exculpaciones, que si ha sido periquito, que si el mundo es hostil a nosotros, que si hay un contubernio judeomásonico, da igual. Los políticos siempre tienen un discurso que justifica sus errores, y el discurso de la construcción se impone, aunque se esté derrumbando la casa.

En mi opinión, Europa se deconstruye  a pasos agigantados, y esa es una realidad que no es nueva, pues se está fragmentando el alma de los europeos con discursos ilustrados y contradictorios desde hace siglos. En sentido estricto, y para no irnos muy lejos, la posmodernidad filosófica, de hace veinte años, reflejó antropológicamente lo que hoy es una realidad política: Europa y Occidente se disuelven en compartimentos éticos, se regresa a la cueva lo que no quiere ser mostrado, y se disimulan las contradicciones para poder soportarlas mejor. Aparentamos estar de fiesta, cuando en realidad estamos de luto. Además, las nuevas generaciones piensan que es mejor no salir de la fiesta, salvo para pegarse, claro.

Vamos a hacer historia. Los proyectos problemáticos en Europa provienen de los ideologismos que sustituyeron el deísmo frío del siglo XVIII. Primero triunfó la razón ilustrada y luego lo hizo el corazón romántico. Aquello fue la deconstrucción de las raíces culturales. Lo malo es que el tema no terminó ahí, pues la gente se lanzó a discutir sus ideas en los cafés, luego en los clubes y finalmente en los medios de comunicación y en los campos de batalla. Discutir es bueno, y ha sido una práctica muy nuestra, desde los filósofos en Atenas, hasta los Concilios Ecuménicos. Lo malo es que para que triunfen unas ideas, algunos listos piensan que tienen que morir los rivales, y esa lección histórica, casi olvidada en Europa, causante de nuestros dos últimos siglos de matanzas (y me quedo corto), sigue latiendo en el trasfondo de una Unión Europea desorientada. Dicen que construimos Europa para olvidar que nos masacrábamos, pero dentro de un corazón roto hay odios que resurgen, porque nunca fueron combatidos a conciencia. Y el corazón europeo sigue roto porque sigue alejado del «perdón». El Norte rico no perdona al Sur, y viceversa, y los del Este no confían en el Oeste, y al revés

Europa alberga en sus entrañas dos diablos ancestrales que no terminan de morir, y que están arraigados en lo más hondo de sus entrañas. Los dos nos conducen a la destrucción. El mito «diabolos» del revolucionario, el contestatario romántico, que sigue siendo asimilado por la izquierda en los países del sur, los PIGS (Garibaldi, Durruti y Robespierre). Bajo esta ilusión se pretende construir algo nuevo y mejor, pero siempre se hace sobre las ruina de lo que se le opone. Consecuencia: destrucción y guerra.

El otro es el mito «diábolos» de la raza superior, del puritanismo ético, que arraigó con fuerza en los países protestantes, especialmente entre los anglosajones, germánicos y escandinavos. Bajo esta idea unos hombres son mejores que otros, son los puros, los elevados, los perfectos. En su peligrosidad, este mito nos deja sin gente, a diferencia del primer diábolos que nos deja sin gente y sin cultura. Ejemplo de esto sería Hitler, pero también la chulería de los british que se adueñaron de medio mundo argumentando que «no eran civilizados». De ahí el brexit actual, o el pelirrojo del otro lado del Atlántico.

Pero las verdaderas raíces europeas no son las diábolicas, sino las simbólicas que unifican y dotan de sentido a su historia. Europa ha tenido suerte de contar entre sus raíces ideológicas y culturales con el cristianismo, que ha dotado sus instituciones y cotidianeidad de valores tan necesarios como la igualdad, la libertad, la trascendencia, el arte, el pensamiento o la fraternidad. El cristianismo sigue siendo la única fuerza capaz de moderar los populismos y los extremismos de cualquier color, sigue siendo la base europea y occidental, y cualquier mitología que trate de sustituirla conducirá a Occidente por el camino equivocado. Los racismos de nuevo cuño, los populismos revolucionarios y agresivos, los pragmatismos economicistas, son enemigos de la construcción europea. Por eso son ideologías que se manifiestan con radicalidad y energía contra la religión y contra el cristianismo en particular.

En nuestras raíces está empujar la construcción europea hacia posturas humanistas, donde lo primero sea el hombre en trascendencia, la persona comunitaria. Lo que se vino a llamar el personalismo cristiano que defendió Mounier, padre de la DUDH (Declaración Universal de Derechos Humanos). Se necesita más filosofía, más pensamiento, más oración y más Jesucristo, precisamente lo que se lleva negando desde hace décadas en el concierto occidental. Sin ellas no construiremos, porque las fuerzas contemporáneas tienden, y más en la posmodernidad, a la deconstrucción cultural. Todo fragmentado, nada sólido y vigoroso, todo light y enfermizo, disuelto hasta la incoherencia y nada trascendente. Dios puede dar al hombre coherencia y sentido, es la fuerza que construye al hombre por dentro y lo unifica.

Sin duda, no corren buenos tiempos para una Europa que olvida sus raíces, ni para un mundo que pretende luchar y vencer contra cualquier enemigo que tenga la etiqueta de enemigo. Una Europa que prefiere olvidar a los emigrantes sirios, que no condena las matanzas de cristianos en países musulmanes, que olvida los derechos humanos más elementales, que arrincona a los más débiles, que prohíbe la trascendencia en las escuelas, que utiliza la ilustración contra la Edad Media, que exalta la ciencia y ridiculiza la ética, que ni reza ni filosofa, es simplemente una Europa que se autodestruye miserablemente, es una Europa simplemente muerta, que camina hacia su cementerio. No sé quien dará la puntilla, si los chinos, los árabes o un tercero, lo que sí sé, es que me da pena. Porque la construcción europea, o se hace desde el cristianismo, (las religiones todo lo unifican), o no podrá hacer nada. Pero nada de nada.

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