Restaurante: Hola chicos. ¿Qué deseáis, chicos? Adiós, chicos.

Desde hace muchos años se lleva el tema espontáneo colega en las tiendas, especialmente en las franquicias, que deben tener el «chicos» y el «tuteo» como el principal tema formativo de sus cuadros juveniles de mando.

– El que hable de usted, será despedido de inmediato. Y el que trate al cliente como un adulto será flagelado con una semana limpiando el baño – dice el sabio ingeniero social que abrió la primera tienda en Barcelona y se enriqueció con los guiris -. Hay que decir el «chicos» para todo, y en Navidad, «Felices Fiestas, chicos»; no se vayan a mosquear. Y el que no lo haga que abandone estar de cara al público en una tienda tan juvenil y moderna como la mía.

Entras en cualquier tienda de ropa, hostelería americana o lo que sea, y te topas de pronto con una pipiola o pipiolo, de esos que todavía tienen acné en el tatuaje recién pagado con su primer sueldo, y se dirige a tí con solícito interés. Está mostrando ante él mismo que hace su trabajo de puta madre, y que va a comerse el mundo, por eso tiene a gala hacerte, sin vaselina ni pedirlo, una especie de autopresentación en plan tipo servil y exhibicionista, muy acorde con los tiempos de esclavitud en los que vivimos. Todo muy narcisista y masturbatorio.

– Hola, chicos. Me llamo Vanesa y estoy aquí para lo que necesitéis. Si queréis rellenar el vaso con vuestra bebida favorita cuantas veces queráis no dudéis en llamarme. ¿Ya sabéis lo que vais a pedir, chicos? Vale, chicos; hasta ahora, chicos.

Esa alegría y espontaneidad es fingida, porque de inmediato se dirige a la mesa contigua, la que acaban de ocupar un matrimonio octogenario, a los que trata con la misma fórmula. Chicos, hola chicos, adiós chicos. Suelen hablar muy rápido, con el pastiche aprendido, más que nada para fingir que fuera de ese tema están algo perdidos. ¿La carne muy hecha, poco hecha o al punto? ¿Con patatas, col, patatas caseras o patatas con ketchup?

– Patata de tubérculo, señorita, si me hace el favor – dice el abuelo de al lado que ya me empieza a caer bien.

Pero no lo pilla la chica, porque nuestra querida Vanessa que hace un momento se comía el mundo, está esperando que le respondan en la opción a, b o c para poderlo marcar en su aparatito megaguay que luego deposita en el bolsillo del uniforme de curro como si fuera un móvil de 800 euros. La situación me empieza a molar y aguzo el oído. Además, veo que la abuela se anima a entretener su soledad parlando también de lo suyo, y entonces observo que la labia y la simpatía de Vanessa era casi un barniz, porque no sabe casi ni responder con coherencia.

– ¿Tiene azúcar la salsa de tomate? Es que soy diabética – pregunta la buena mujer.

Y se ha cagado por la pata abajo, porque no sabe nada de diabetes ni de enfermedades; y tras una explicación de cinco minutos sobre la diabetes que padece, punta de un iceberg de las muchas enfermedades que oculta la buena señora, pero que están bajo su avanzada edad, la mujer se distrae dando la brasa a la simpática y solícita Vanessa, que no sabe si largarse dejando a la «chica octogenaria» con la palabra en la boca, o continuar en su puesto sonriendo mientras escucha las dolencia que no conoce ni en su novio disjokey.

Responde la moza, Vanessa, entre interrumpiendo y sufriendo, que lo pregunta ahora en la cocina. La chica tarda un rato, y observo que los viejos están a sus anchas rodeados de gente joven. Tienen esa actitud de regocijo y alegría, se ufanan en sus asientos y se recolocan con parsimonia, porque ven que el tema va para largo, y que gente tan simpática y cercana no hay que desaprovecharla.

A los diez minutos vuelve Vanessa, y ellos contraatacan. Vanessa les responde con una afirmación tan extraña que tienes la certeza de que los señores no se fían un pelo de lo que echan en la salsa en ningún lugar. Y luego llega lo mejor, lo que despierta una sonrisa en los octogenarios. La maquinita se ha vuelto resabia y no le obedece, entre otras cosas porque el protocolo está zaherido de muerte. No sabe Vanessa si tiene que dar en el botón rojo o en el verde para deshacer el lío en el que se ha metido.

– Quítame la salsa de ketchup y ponnos un poco de lechuga de roble, es que la col le da flato a mi marido – dice la abuela, yo creo que con cierta sorna.

– Las máquinas estas es que no valen para nada, donde esté una buena hoja de papel y un lapicero. Lo de toda la vida – dice el vejete que luce una sonrisa bastante más cálida que la impostada de Vanessa. Acaba de triunfar y lo sabe.

La pobre Vanessita y sus amigos, que solo apalabran la col con sus clientes más promiscuos, se vuelve a encontrar con que la palabra «lechuga de roble» no sale en la pantallita, y empieza a sudar hasta que busca ayuda al encargado, que es un pipiolo que lleva simplemente en el negocio tres años más, y por tanto está más curtido con tíos que tocan los huevos, que es lo que son los que no contestan a la encuesta interrogatorio que nos hacen con la velocidad de crucero que se traen. Me encanta esa gente de al lado.

Vanessa, que intenta seguir haciendo su trabajo bien hecho, se dirige a nosotros como si todo fuera estupendo, pero su sonrisa ya no parece la misma, está apurada porque sabe que todos los de alrededor estamos atentos al asunto.

– Ahora traigo su bebida, chicos – nos dice feliz de que nosotros seamos tan conformistas.

Regresa el encargado para entenderse con los abuelos y explicarles que no hay lechuga de roble, y nuestra querida Vanesita, que está madurando hoy más que en todos sus años de escuela logse, mientras nos trae la bebida, se ofrece para que elijan lo que quieran, en plan tentempié previo a los platos fuertes. Pero esta gente es recia como el sol de Castilla en verano, y está más oreada que todos nosotros juntos.

– Hay no, hija. Si es que nosotros comemos muy poquito. Con una ensaladita para los dos… ¿Te parece bien, chiquita, no te hago mucho lío si solo ponéis unos tomates con pepino y cebolla?

Ha sido la tumba del «hola, chicos», ese «hijita y chiquita» soltados a la intemperie de la espontaneidad. Encima le pide un tomate sin procesar, que es como acudir a una pescadería para rellenar el acuario. Ellos que dan nombres exóticos a las ensaladas de toda la vida, tipo california, ranchera y cosas así, se ven atascados por una petición inusual. El encargado suda, y ni la presencia de Vanessa es un alivio para él, porque no hay otro encargado por encima que le salve el culo. Es entonces cuando Vanessa despierta y con soberana espontaneidad, la que proporciona saber quién eres y dónde estás, abre la boca.

– ¡Ah! Ustedes quieren una ensalada normal, como la de casa – le dice la muchacha con una sonrisa nueva, distinta a las anteriores.

– Claro, hija, claro.

– Pues es que no sale en el menú – dice el encargado -. Tienen que disculparnos.

– Es que quieren una ensalada Orleans, pero sin pollo – dijo la despierta Vanessa a su aguerrido encargado para que atienda a la señora diabética y a su maromo como lo haría con su abuelos.

Y ya no les volvieron a tratar como a nosotros. Nada de chicos, pues fueron los únicos que fueron tratados de «usted» hasta que se despidieron, después de despacharse una ensalada Orleans deconstruida, con el pollo en un plato aparte y sin salsas.

Eso sí, al encargado no lo vimos más. Supongo que estaría en terapia para reconducir su conducta disruptiva, o quizás con la secreta intención de comunicar a su jefe de Barcelona, que a la gente mayor hay que tratarla de usted por si acaso. ¡Qué menos! Por supuesto Vanessa, hábil gestora de la tienda, no nos dirigió ni una sonrisa cutre, y es que no nos hicimos valer.

Adiós, chicos, nos dijo cuando se despidió.

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