Discutir con quien no sabe.

«NO DISCUTAS NUNCA CON QUIEN NO SABE», así rezaba el consejo completo que he escuchado innumerables veces a mi padre. No discutas nunca con quien no sabe de algo, entre otras cosas porque es una pérdida de tiempo y acabarás cabreándote. Primero te mosquearás con el ignorante que cree que sabe de todo, y luego contigo mismo por entrar a trapo con un lerdo de primera división.

Esto pasa por culpa de la democracia, y me explico. La igualdad ante la ley, que reza nuestra Carta Magna, y que es uno de los principios de todas las democracias del mundo, ha traído consigo dos derechos que son fantásticos: sufragio universal, y libertad de expresión; pero que combinados y sin límites producen cientos de idiotas en masa.

«Un hombre, un voto, y todos los votos valen lo mismo», es el principio del sufragio universal, pues bien, algunos creen que eso significa «un hombre, una opinión, y todas las opiniones valen lo mismo». Y claro, no. El relativismo está bien para las clases de filosofía y para especular sobre si la verdad está arriba o está abajo, pero cuando te topas en la vida – o en internet que hay mucho de esto – con un ignorantón que te empieza a explicar lo que no sabe, entonces comprendes lo gilipollas que se ha vuelto la humanidad. Y lo atrevida que es la ignorancia, que es otro principio muy vinculado al anterior.

Hay que explicarle a la gente, y especialmente a las próximas generaciones, que no vale cualquier opinión, aunque todos valgamos igual, y que no es lo mismo razonar bien que hacerlo mal empleando falacias y mentiras piadosas. Hay que contarles que en el mundo hay cientos de mentiras que pululan por ahí con apariencia de verdad, de lenguajes políticamente correctos más falsos que Judas, que hay gente sectaria empeñada en que todos opinen lo mismo, y que nadie piense lo prohibido (la religión o la cultura).

Hablar sin criterio y sin capacidad para contrastar es muy contemporáneo, muy de los libros de texto de hoy, muy televisivo, donde no profundizamos nada porque no tenemos tiempo más que de soltar un eslogan gilipollas cargados de pose asertiva y buen rollito. Así está todo el mundo satisfecho en su ignorancia. Lo malo es que al creer que saben algo, en su estupidez, pontifican y discursean sobre lo que no saben.  Lo ha dicho la Radio, venía en el Pronto, o lo he oído pero no te sé decir que es como afirmar lo he leído no sé donde. Como si no se escribieran falsedades, y como si no supiéramos de donde vienen las opiniones estándar de una sociedad.

Decía el filósofo Sócrates, y es una de las frases más celebradas: «solo sé que no sé nada». El filósofo ateniense presumía con esas sentencia de no ser como los sofistas, que eran los demagogos y relativistas de su tiempo. La gente de moda de entonces, vaya. Me recuerda a aquellas citas llenas de sabiduría de Revista: el sabio es el que sabe que sabe, el humilde el que sabe, pero no sabe que sabe; el necio el que no sabe, pero cree que sí que sabe, y el ignorante el que no sabe, pero sabe una cosa, y que no sabe. Esta última postura sería la socrática, y el único caso perdido es el del soberbio, el del necio, que no sabe pero que presume más que una mierda en un solar. Es con el que terminamos discutiendo de cuando en cuando con aquello que sabemos que no sabe, pero que se empeña en discutir.

Hay varios ámbitos donde he visto mucho esto: comunidades de vecinos y asambleas de profesores. En las comunidades de vecinos es muy habitual que la gente no sepa algunas cosas básicas. Por ejemplo, me encontré hace unos años con una comunidad donde un vecino (presidente saliente) había escrito el acta de la reunión antes de celebrarse la reunión. Y nos la leyó como si fuera una redacción de colegio. La gente protestó, no se hacía así. El hombre aprendió. Pero entonces vino el problema. ¿Qué hacemos con el acta de este señor, escrita en el libro de actas? La gente, y me atrevo a decir que no sabían casi nada de actas, aunque pontificaran mucho, empezaron a especular con arrancar la hoja, con tacharla con típpex (lo siento señores de la RAE, pero no encuentro otra palabra mejor), o con pegar el nuevo acta en blanco encima para luego escribirla. Todo eran problemas y todos daban soluciones bastante providenciales, más ligadas a las buenas intenciones, que al conocimiento. Era evidente que el refrán de que el sentido común es el menos común de los sentidos cobró todo su calado. Fue entonces cuando me entró el ramalazo jurista, y desempolvando lo poco que aprendí en mis años mozos de Derecho expliqué una obviedad: se tacha lo que está mal, y se sigue escribiendo debajo. No se puede tocar, ni estropear ni modificar un libro de actas, ni arrancar hojas, ni hacer todas las tonterías que se decía, algunas poco prácticas. Se pone una raya, se dice que lo anterior está anulado, se firma por el presidente y el secretario y en paz. Tuve suerte y nadie lo discutió.

Pero las cosas no son tan fáciles en otros ámbitos donde la soberbia crece como las setas en otoño, y siempre surge de donde no te lo esperas. Me refiero a las asambleas de profesores. Sean las que sean. Puede ser claustros de profes, comisiones de coordinación pedagógica, reuniones de departamento. Da igual. Los profesores –  cuerpo al que pertenezco – es uno de los colectivos de la función público que más desconoce la ley. Si hicieran una auditoría con preguntas de derecho a los funcionarios, los más incapacitados serían los profesores y los maestros. Suspenderían el informe PISA en materia de Derecho.

Todo funcionario está obligado a estudiarse y aprenderse las leyes que rigen el procedimiento administrativo, especialmente en el ámbito de su especialización. Sabe como se organiza la administración, y entiende un mínimo de Derecho, entre otras cosas porque siempre está con ello a vueltas. Pero en los profesores no, y es comprensible aunque no lógico. Un profesor, por ejemplo de historia, de matemáticas o de inglés, no tiene porqué saber Derecho Administrativo, y es razonable que intente aprender lo que no sabe haciendo cursillos (por cierto no ofertan de estos ninguno más que para directores y equipos directivos, ¿por qué será?), o que deje la labor y la tarea respondiendo un simple: no lo sé, y me fío de lo que diga alguien que sepa Derecho. Lo malo es cuando la soberbia ciega los ojos y no se ve más que lo que a uno se le ocurre. ¿Sucede en otros colectivos y gremios? Imagino que sí, por hacer verdadero aquello de que en todas partes cuecen habas.

Los profesores, supongo que porque están acostumbrados a pontificar mucho, tienden a ensoberbecerse con las cosas que desconocen, quizás porque tienen cierta autoridad sobre los alumnos, que todavía saben menos que ellos en las materias que dominan. Pero en las que no dominan no. Y así, en cualquier asamblea de profesores terminas escuchando aquello de «la ley dice» puesta en boca de un señor que ni sabe Derecho, ni desea conocerlo, ni tendrá posibilidad nunca de aprenderlo salvo que se matricule en la carrera. También he visto casos recientemente donde se prefería no saber lo que decía la ley para seguir haciendo lo que a uno le venía en gana. También muy común en nuestro país.

Lo curioso es cuando preguntas que qué dice la ley, y dónde lo dice, entonces te asombras, porque te das cuenta de que o no lo han leído, o no entienden el lenguaje jurídico y han interpretado justo lo contrario de lo que la ley parece querer decir. (Que esa es otra, la incapacidad redactora de los que hacen las leyes).

No me cebo en los profes, que de todo hay, y me paso a internet. En un grupo de Facebook dedicado a las lecturas que hace la gente, aparece de cuando en cuando el tema recurrente de las faltas de ortografía y el respeto hacia los demás. Es curioso y generalizado que el que recrimina a los demás las faltas sean tachado inmediatamente de pedante y de pelmazo. Supongo que así los que escriben con faltas se sienten mejor. No suelo yo decir a nadie sus faltas cuando escribe, y más por educación con gente que no conozco, pero reconozco que algunas opiniones adolecen, por culpa de las faltas, de la autoridad que yo les daría si estuvieran correctamente escritas. La típica frase de «como dijo el quijote, con la higlesia emos topado Sancho», me hace pensar que el que lo ha escrito sabe del Quijote, de la iglesia y de Sancho tanto como yo de chino mandarín.

Me indigna algo más que haya escritos de carácter público con faltas de ortografía. Porque una cosa es que haya personas que no sepan escribir correctamente por culpa de un deficiente sistema educativo, y otra que públicamente la administración manifieste, por culpa de alguien, su ignorancia. Para mí, no hay nada más penoso que una carta de un centro escolar a un grupo de padres, donde haya faltas de ortografía, (no me meto con el signo «@» de imposible pronunciación, pero que tanto gusta a mucha gente superasertiva y correctísima con la estupidez de quedar bien); o un Reglamento de Régimen Interno con faltas, o un telediario donde los titulares estén incorrectamente escritos, o una notificación administrativa, del tipo que sea, con faltas de ortografía.

Hace dos cursos estuve discutiendo con un grupo de alumnos sobre si la palabra «fe» tenía acento o no. Les dije que no, que era monosílabo y los monosílabos no se acentúan. Dio igual, se lo habían dicho la de lengua, me decían los chicos, por otra parte, muy deslenguados. Supongo que seguirán poniéndola erróneamente. Luego se quejaban de que les quitaba puntos por faltas de ortografía, que es tanto como pedir al profesor que olvide que tiene que enseñar algo, y corregir las deficiencias de aprendizajes mal hechos.

Lo que no sé es porqué discutí nada, y es que cuando menos se lo espera uno se encuentra de nuevo enfrascado en discusiones que no debería tener. En este país donde todo el mundo sabe de fútbol, y le dice a Del Bosque, o a Mouriño, o a quién sea lo que tiene que hacer, lo de las comunidades de vecinos y la ortografía es casi una anécdota, lo menos malo. Siempre positifo, nunca negativo, que dijo aquel holandés enfadado que estuvo por aquí una vez… Para el próximo curso prometo no discutir, y menos si sospecho que mi contertulio sabe menos que yo.

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