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Oficio de maestros: quererles, enseñarles y exigirles.

La frase no es mía. Pertenece a los viejos maestros, los de siempre. Los que saben enseñar, que suelen ser además, a los que nunca se les pregunta para hacer reformas educativas. A los alumnos hay que quererles, enseñarles y exigirles. Por ese orden y hasta el final.

La sentencia me la contó una profesora del IES Zorrilla de Valladolid, de la que fuí su alumno, y que luego coincidí en su año de jubilación en el mismo centro educativo. Recuerdo sus palabras precisamente porque hablábamos mucho de educación. Los viejos maestros y los buenos profesores escasean, en ocasiones abrumados bajo el peso de las nuevas pedagogías, esas que entretienen pero no enseñan nada. Por eso escuchar a los buenos maestros, los de antaño, es siempre una ayuda para cualquiera que pretenda dar clase alguna vez; suele ser un alivio para los que llevamos años en la docencia, colmados de dudas y rodeados de propuestas que no funcionan, pero que suenan muy bien para los que no han entrado en un aula en su vida.

El buen maestro lo primero que hace es querer a sus alumnos.

Dice Julio, otro maestro jubilado al que dediqué un poema que se ha hecho viral en la red, «Enmudecerá la tiza, pero no tu recuerdo», que hay que pensar en ellos como si fueran nuestros hijos. ¿Nos gustaría que los atendieran bien? Pues eso es lo que debemos hacer los maestros y profesores. Quererlos como hijos, y exigirles y enseñarles como tales.

Estoy convencido de que es una buena vara de medir, un canon. Los que hacen reglas y normas educativas para los demás, pero no las aplican a sus hijos, es porque en el fondo no confían en que sean buenas de verdad. Es fácil organizar una educación consistente en entretener y divertirse, pero seguro que nadie la quiere para sus hijos. Por eso, querer a los alumnos es una manera de situarse en la educación de pie y con la conciencia limpia. Estás haciendo lo que debes, todo lo que debes y lo mejor para ellos. Probablemente no te lo agradecerán a corto plazo, pero no importa. Siempre hay alumnos que te contarán con los años un consejo bueno que les dijiste y que tú no recuerdas.

Es verdad que hay límites en quereles, y que no son realmente tus hijos. Hay rincones de su vida donde no podrás llegar. Fácilmente le dirías a muchos padres lo que podrían hacer para mejorar la educación en su casa; pero eres consciente de que no es fácil. Los maestros y profesores que tenemos hijos sabemos de lo que hablamos. Educar no es sencillo, y no hay profesor perfecto, ni padre perfecto. Por eso hay que ser condescendiente con los demás y exigente con uno en su trabajo. El que exige mucho a los demás, y poco a sí mismo tiene un problema consigo mismo y con los demás.

Yo parto de que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos; por eso un maestro también debe buscar lo mejor para sus alumnos. Y lo mejor no es caerles bien, ni divertirlos, ni entretenerlos, ni aprobarlos porque lo diga la Junta, la inspección o su familia en pleno… Lo mejor es educarlos, enseñarles de la vida de los conocimientos que necesitarán para ser buenos ciudadanos, exigirles que den todo lo que puedan dar, y mostrarles que sin su esfuerzo no habrían llegado a conseguirlo. Esa es la labor de un maestro. Que cuando terminen, te digan: he conseguido aprobar, o tal o cual trabajo; y tú puedas decirles que te lo has merecido porque has trabajado y te has esforzado en ello.

Además de querelos en abstracto, hay que amarlos en concreto iluminándolos con conocimientos.

Deben aprender contenidos que les hagan libres, que les conviertan en personas que razonan, gente con cabeza y con criterio para la vida y para la sociedad. Por eso, enseñar es mostrar lo que ya sabe la humanidad. No inventamos el Mediterráneo con cada generación. Desgraciadamente, las nuevas pedagogías no siempre son eficaces. La pedagogía de aprender dice que los alumnos deben descubrir las cosas por sí mismos, pero si dejas a treinta muchachos en un aula durante un mes, descubrirán muy pocas cosas. La prueba es Gran Hermano, donde acaban refocilándose o  pegándose.

Enseñar es transmitir la cultura que hemos recibido. El maestro tiene magisterio, y es su obligación transmitirles lo que hemos aprendido y permitir que aflore en ellos la sensibilidad por el arte, por el saber, por la lectura, por las ciencias, por el hombre y el sentido de la vida.

Nadie da lo que no tiene. Nadie enseña si no sabe, y es que un ciego no puede guiar a otro ciego, porque los dos caerán en el hoyo. Esto, que es evidente, a veces no lo es tanto, sobre todo cuando aparecen por la escuela determinados «amiguetes» ilustrados de la educación. Administración y enterados que no han entrado en un aula en su vida. Es fácil encontrar profesguays tratando, por ejemplo, de impartir una educación sexual que ellos mismos no tienen ni se aplican para sí. Y lo mismo en otras materias: un arte que no impresiona, o un saber que no dominan… Acaban siendo una sal que se ha vuelto sosa.

Por desgracia, la administración educativa no es muy consciente de esto, y pretende convertir la escuela en un lugar donde no se transmita el conocimiento. Simplemente un espacio de convivencia (un patio de recreo donde todos aprueban) o un lugar donde sean competentes pero ignorantes. Que sepan leer, pero que no importe si no han leído nada importante en su vida. Eso no es educación, y esto no lo suelen querer cuando piensan educar a sus hijos.

Enseñar requiere atención, interés, ganas, esfuerzo, vigor, fortaleza y energía. Y aprender lo mismo. Nadie es educado si no quiere ser educado. Nadie aprende si el orgullo y la soberbia nubla su entendimiento. Cuando un alumno se cierra en banda, no hay manera de hacer que descubra el valor y la belleza de lo que se está perdiendo. Necesitamos al menos un resquicio, un intuir que no lo sabemos todo, que podemos aprender algo. Y que cuando lo aprendemos nos sentimos mejor con nosotros mismos. Es una pequeño reto cotidiano aprender algo nuevo y valioso cada día.

Esta es por desgracia una actitud que no siempre he encontrado en mis alumnos, de ahí que el trabajo nuestro haya consistido en abrir sus ganas. Los peores, para mi, son los alumnos orgullosos, los que creen que lo saben todo, lo que no necesitan de nadie y piensan que lo hacen todo muy bien y que lo razonan todo bien. Los mejores son, por el contrario, los que saben que no saben, y te piden que les expliques algo que no terminan de entender. Aunque nos estemos diez horas seguidas, lo terminarás entendiendo, chaval. Y cuando lo aprenden, les felicitas y las aplaudes. Ahora sí, muy bien. Lo has entendido. Y ellos se sienten orgullosos. Y no se les olvida en la vida…

La tercera parte del oficio de maestros consiste en exigir a los alumnos. Y ahí estamos en un momento donde el esfuerzo de ellos es la principal inversión de futuro. Lo has logrado tú, alumno, chavalote o chavalota, con tu esfuerzo y tu estudio. Nadie aprende demasiadas cosas divirtiéndose; se aprende con esfuerzo, con horas de estudio, con tiempo sobre los problemas, con repeticiones, con amor propio, con dolor de cabeza, con memorizaciones y con esquemas, con resúmenes, con copias y con comprensión. Y así llega el día del examen. Si el alumno lo da todo, el profesor siente que ha cumplido con su misión. Aunque el muchacho no apruebe. Si el alumno aprueba sin esforzarse, piensas que ya se estrellará más adelante. Y así suele ser. Los alumnos trabajadores llegan a cualquier sitio, aunque no sean los más rápidos ni los más listos. Los vagos e inteligentes no tanto. Es la vieja fábula de la tortuga y al liebre. Prefiero alumnos tortugas a alumnos liebres. Y como profesor y maestro, he de convertirme más en una tortuga dando clase que en una liebre.