Una de las maneras de comprobar que el tiempo nos conduce sin tregua de bondad, es caer en la cuenta de que los viejos oficios que se perdieron en nuestras ciudades, lo que desaparecieron y no regresarán, han formado parte de nuestro memoria hasta fechas recientes. Los recordamos en la memoria y en el alma que nos parieron. Tampoco es que desprecie lo nuevo; sin ir más lejos, el otro día leía los oficios que habrá en el siglo XXI, los previsibles que ven los futuristas, y reconozco que también me llaman la atención, más por la especulación de lo que quizás no llegue a ser nunca, que por otra cosa.
Con los oficios viejos no sucede lo mismo. Sabemos que estuvieron y que ya no están, pero sabemos con seguridad que emplearon a nuestras gentes de antes, a nuestros tatarabuelos y tatarabuelos de tatarabuelos, sin que sepamos ya ni sus nombres. Nos quedan sus labores, su tiempo gastado y dedicado a lo artesanal y a lo de siempre. Aguja y cordel, esfuerzo y tiempo. Viejas prácticas aprendidas de padres a hijos, y viejos oficios, algunos de los cuales han cambiado de nombre y de maneras, aunque su utilidad y manejo sea parecido.
Estos oficios se distribuían por gremios, cuya función principal era proteger a sus miembros y familias, tanto en la vida como en el más allá con la oración y las prácticas cofrades. Tales asociaciones protectoras fueron barridas por la revolución industrial que se llevó de calle muchas formas de vida. Salvo los colegios profesionales, nadie defiende el oficio concreto o el trabajo específico, hecho con premura y diligencia. Se defiende al trabajador, el sueldo y sus jornadas laborales, pero no interesa lo que hace, ni lo que sufre o padece ni su familia y su vida espiritual. Curiosamente, hoy que la conciencia de lo natural ha regresado a muchas personas que vuelven a fabricar su cerveza, o a hacerse su pan, estos oficios parecen como renacidos por un hechizo nuevo. Muchos son ya inoperantes, salvo catástrofe, pero parecen resucitar el gusto por el oficio, donde es tan importante el camino para hacer vino (vgr.), como el vino mismo.
Me llaman la atención algunos de los viejos oficios que examino en un libro hermoso, de los que nadie compra y todos hojean y ojean cuando lo tienen a mano. Reviso con gusto las viejas estampas antiguas de Valladolid, dibujadas a plumilla por Miguel Ángel Soria del que sin duda es un maestro de tal singular arte. Reconozco que viajar por sus estampas es como andarse por el camino de la historia, de nuestros antepasados de no hace tantos años. Me fijo en algunos oficios en particular que retrata el libro, son de antes, pero parecen de ahora.
Me encuentro con los abaceros: gentes dedicadas al aceite, vinagre, pescado seco y otras menudencias. Sobre todo vendían aceite y vinagre. También había una figura que hoy llamamos de otra manera: los asentadores, que eran los distribuidores en los mercados detallistas. Lo que hoy llamamos distribuidor, sin más.
En el mismo sector andaban los tablajeros, que eran «despiezadores» o cortadores públicos de carne. Como el cortador de jamón pero con mucha más habilidad y funcionalidad, pues lo mismo tajaba una vaca que un tocino de cerdo. Lo despiezaban públicamente tras haber dado el matarife la puntilla al morlaco que fuera. Matarife y tablajero, primos hermanos.
Mi favorito, de toda la vida porque me lo contaba mi abuela, era el aguador, trabajo que consistía en vender agua por las casas. En Valladolid cargaban cántaros en el Pisuerga, y tras pasar por la calle Aguadores, los distribuían por la ciudad. Era el viejo servicio a domicilio, del que también se ocupaban los lecheros, por ejemplo, cuyo líquido era considerado medicinal. Cosa lógica si se compara con beber agua del río. Las fuentes públicas acabaron con este oficio, y el agua corriente que llegaba a las casas en el siglo siguiente aún más. La leche todavía no sale por los grifos de casa, pero todo sea que se ponga de moda.
Otros líquidos que se vendían eran los distribuidos y fabricados por los botilleros y alojeros respectivamente. Los botilleros vendían refrescos y bebidas compuestas, incluidas bebidas heladas. Los alojeros eran los fabricantes de la aloja, que era una bebida refrescante compuesta por agua, miel y especias, entre las que destacaba el ajenjo. La cocacola de entonces, supongo.
He encontrado la lista de lo que se tomaba en una botillería en Valladolid en el siglo XVIII, que era una especie de bodegas de bebidas refrescantes entre las que no se contaban las alcohólicas. Se vendía agua de limón, horchata española, leche helada común, agua de guindas, agua de cerezas, agua de albérchigo, sorbete de albérchigo, agua de melocotón, sorbete de melocotón, mantecada, sorbete de guindas, agua de agraz, sorbete de limón, espuma de limón, agua de hinojo verde, agrio de limón cidrado, sorbete de yema, bebida imperial (ni idea de qué era), boca de dama (tampoco sé en que consistía), agua de sandía, aurora, canela, horchata a la portuguesa, leche helada exquisita, quesos helados, rosadora a la italiana, agua de cilandro, sorbete de granada, agua de anís, sorbete de avellana, agua de clavos de especia, agua de pimpinela, sorbete de fresa, agua de frambuesa, agua de fresa, sorbete de frambuesa, sorbete de naranja, sorbete de acerola, sorbete de grosella, pérnigos helados, espuma de chocolate, ypocrás tinto y blanco, claria, ponche a la catalana, café y té, sorbete de niñoruelo, sorbete de roronja, limonada de vino, bebidas de todas las frutas a la italiana y sorbete de anís. Sin duda, estaba todo muy rico, y desde luego suena curioso. Yo creo que era para evitar el olor pestilente del agua del río, pero es mi opinión, claro. Desde luego falta, además del vino y la cerveza, el chocolate, y es que era fabricado por otros señores, que eran los chocolateros.
Dentro de la repostería también había oficios variados, como el de buñuelero, molinero, panadero o pastelero, trabajos que se siguen manteniendo con mejor o peor fortuna e industrialización. En la restauración encontramos los figoneros, cocineros, mesoneros, bodegueros y taberneros, que eran gremios menores. Lo mismo sucede con los dedicados a la construcción: asentadores, trazadores, yeseros, tapiadores, alarifes o maestros de obras y arquitectos, albañiles y canteros.
Dos de los sectores más abundantes en oficios extraños eran los vinculados a los envases y contenedores, (hoy el plástico ha sustituido a casi todos ellos) y el de los carpinteros en todas sus variantes. Entre los que trabajan la madera estaban los ebanistas, tabureteros, cajeros, cedaceros, cofreros, cuberos, puertaventanistas, silleros y silleteros y taconeros. Completan el trabajo los carreteros, cocheros, ensambladores y tilleros o entabladores, además de los torneros, con el trabajo en madera pero más especializado en determinadas piezas de madera.
En el arte de los contenedores para almacenar algo y atarlo, estaban los cabestreros, los cordeleros, los esparteros, sogueros y estereros. Todo era natural y cien por cien reciclable, no como lo de hoy, que hasta el contenedor de desperdicios es contaminante.
En el mundo que yo he conocido casi todos estos oficios están reconvertidos, tienen otros nombres o simplemente están desaparecidos. Recuerdo, de cuando era pequeño habían traperos (recogedores de basura que reciclaban y vendían), limpiabotas (limpiaban los zapatos a la gente por la calle), sastres y modistas (hacían la ropa a medida) y serenos (abrían los portales y cancelas de las calles por la noche). Eran otros tiempos, de cuando no se hablaba de sostenibilidad porque el mundo ya lo era. ¿Qué nos ha pasado? ¡Ah, sí! La ciencia que ha avanzado mucho, es verdad.
Pienso en varios de mis antepasados, algunos de ellos fueron sastres, gente que vio como su oficio se hundía mientras abrían las primeras tiendas de ropa industrial llegada de Barcelona. Lo que no imaginaban era que la gente tiraría ropa nueva y sin estrenar y compraría otra en las rebajas cada año. Algo que cuesta tanto hacer, dirían. Viejos oficios, a los que quizás tendremos volver en no mucho tiempo.
Querido compadre, con este artículo me has tocado por los cuatro costados, pues soy el hijo de una modista que con los retales de varias prendas me hacía un abrigo que ni Emmidio Tucci nunca imaginó. Asi mismo soy hijo del que unas veces eran un gañán, dicese del mozo de labranza fuerte y rudo, y otras hojalatero que, arreglaba toda clase de cacharros, pasando por pucheros, orinales, cantaros metálicos para la leche y cerraba con estañador los botes que contenían parte de la matanza que sus paisanos que emigraban a Alemania, Suiza, Francia y Holanda se llevaban para aminorar el gasto y aumentar los «marcos y francos». Matanza de «marranos» criados en casa y sacrficados por el matarife del pueblo que a la vez era destazador de los preciados y «queridos» animales. Otras veces, fabricaba faroles, candiles y lamparillas para las bodegas, portales, cuadras y también cementerios. Y mi abuelo paterno, el Señor Leandro, para finalizar este repertorio de oficios extinguidos en mi linaje, fue abacero ambulante, vendiendo por los pueblos de la Moraña, con su burra y aguaderas, aceite, vinagre, lejía, carburo y alguna otra «cosilla» que el estraperlo le permitiera. ¡Ah! se me olvidaba, yo a los once años fue por primera vez a «escardar» cobrando un jornal.
Desconocía las mañas de tus antepasados, que sean bienvenidas. Un abrazo y gracias por tu comentario.
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