La verdad es que este año estoy hundido. Mis hijas han afirmado que es más bonito el belén de mi madre que el nuestro, o sea el mío, y no levanto cabeza.
He de reconocer que el que pone mi madre tiene su gracia. Son todos tiícos de plástico, de 8 centímetros, y ninguno está fuera de contexto. Además de la familia sagrada, que es lo principal, hay unos reyes que se pueden sentar sin el camello, mozas con cántaros en la cabeza, señores que pescan, patos díscolos y pastorcillos con aire ensimismado. No faltan orantes, palmeras y trozos de corteza de corcho que es lo que asemeja las cuatro montañas de Judea. Hasta el río, papel de aluminio, discurre por entre rocas como si fuera el mismísimo agua del Jordán. Ahí es nada. Todos son del mismo pueblo, y se parecen entre sí. Le falta un caganet, es verdad, pero tampoco se nota demasiado. El suelo es de papel estraza marrón, y no necesita embadurnar la casa con tierra y musgo del monte para asemejar calidez y dar el pego.
Yo un año me mofé que no tenía ni luces ni cielo ni nada, y mi madre pilló una lámpara estupenda y dos cachos de cielo estrellado con un color azul oscuro que es igual que el nuestro, así que no tengo nada que hacer. Ella es una profesional del belén de ochenta y pico años, y yo reconozco que soy un pardillo que acaba de llegar a este mundo, cuarenta y pico y más que menos.
Mi Belén está lleno de promesas y buenos deseos. Cuando lo iniciamos el año que nos casamos nos parecía precioso. Tenía figuritas estupendas, de calidad y de 8 cm. y decidimos que cada año compraríamos alguna pieza más, pero claro, ya parece un batiburrillo de gente incoherente. Asemeja una manifestación de pordioseros heterozigóticos, podemitas sueltos y es un lío. La culpa es porque no nos gusta tirar, y ahí está nuestro mal. Hay gente que parece homo sapiens, pero hay algunas piezas de la época de los gigantes, australopitecus y homo erectus. Luego tenemos dos colecciones de reyes, unos gigantescos y con camellos enormes, como del siglo XVIII, y otros apeados de la burra y en posición reverencial adorando al niño. El puente del río, una edificación hecha para carros y carretas, se ha quedado estrecho para algunas figuras, y da la impresión que es una pasarela hecha en mampostería y obra. Un desastre arquitectónico de proporciones infernales.
Para más inri hemos añadido las figuritas que aparecen en el roscón de reyes, y por ahí andan de montaña en montaña, y navegando en el río de papel de aluminio (de qué si no) dos ranas enormes que parecen lagartos, casi iguanas; un reno microscópico que hace las delicias, y finalmente una gallo acristalado que asemeja extraterrestre junto a los demás pollitos amarillos con gallo de plástico fetén que ya no sabemos donde ponerlo de tanta gente que le quita el sitio. Al menos los futbolistas de playmobil este año no están.
Se parece el de mi madre en el ensimismamiento de los señores, es verdad; y además nosotros tenemos un caganet. Lo hemos ubicado cerca del río, por aquello de que las aguas turbias se lleven las heces del plastificado señor. También hemos metido un abeto gigantesco decorado, a un lado para no molestar a los viandantes, y en la otra punta un pozo enorme, donde cabrían ocho señores por el brocal. Evidentemente el nuestro no tiene proporción ninguna, pero es el nuestro, y a mi me mola, aunque mis hijas sean unas traidoras.
Para evitar traslados innecesarios de figuras, pusimos, desde hace tres años, el belén de playmobil, que es el que tenemos para jugar, y el otro para respetar y rezar de cuando en cuando un Avemaría, que para eso está. Pero la jugada nos va saliendo rana, porque un Belén es por definición una cosa mágica y atractiva, donde los señores quieren cobrar vida propia, y los niños se encargan de insuflarles un aliento vital que los cambia de sitio de cuando en cuando.
Muchos tipos del belén de playmobil se han trasladado sigilosamente por toda la casa, y el otro día me encontré a la Virgen de playmobil en el otro belén, charlando con unos pastorcillos que le sacaban media cabeza. Hieráticos todos. Luego están los innumerables niños que viajan en una especie de autobús de playmobil – que mono – visitando el belén fetén, y que de cuando en cuando, aparecen por el río alumínico bañándose, o paseando por el ya maltrecho puente estrecho. Es como la vida misma. Es verdad que mi belén tiene una densidad demográfica semejante al centro de Beijíng, pero es que cada vez hay más gente en el mundo y casi es ya un reflejo del tinglado humano. También tenemos tierra, serrín, y musgo, filamentos verdes que lo único que hacen es ensuciar los alrededores del salón con el trajín que se traen algunas figurillas.
He pensado en ir al mercadillo de belenes que abren todas las navidades junto al Campo Grande, aquí en Valladolid, y de hecho hace un rato me he dado una vuelta. Pero me da yuyu. Hay figuras de todos los tamaños y con el ojo que tenemos, mis nenas son capaces de meter en el belén mulas viejas gigantes, cientos de vasijas y el palacio de herodes con cincuenta romanos dentro, cuatro tíos en bañador (los playmobiles de nuevo) y un par de polis que tenemos en una fregoneta. O treinta de esas figuras cabezonas aniñadas que nunca me han gustado, pero que están por todos los lados esperando aterrizar en la T5 del aeropuerto de Barajas, que es lo que parece mi belén.
Lo más importante es el Niño Jesús, en eso estamos todos de acuerdo, y al menos tratamos de preservarlo. Prohibimos que se vaya de paseo (el de playmobil es más paseante), y a la Virgen y a San José los dejamos quietos, dejando hueco en el portal, para que no acogote de gente y nos contagien un resfriado al nene. Ya el ángel tiene más dificultades, pero todavía sobrevive con alegría, aunque el año pasado tuve que pegarle las alas con pegamento, porque jugando jugando… perdió una de ellas. Es lo que tiene. Mi Belén es el más bonito del mundo. Después del de mi madre, claro.
Venga, un Padrenuestro por él…