Esta novela es una de las joyas que he encontrado este verano, y que por supuesto recomiendo encarecidamente a los amantes de la buena escritura, sea cual sea su condición y estado de ánimo. Si siempre es recomendable un autor como Juan Valera, en los meses de estío puede llegar a convertirse en un placer para degustar bajo un limonero, o una umbría mecedora vespertina.
Juan Valera ( 1824-1905) es quizás uno de los escritores de lengua castellana cuya cotización popular no corresponde con la exquisitez de su obra. Su prosa es sublime, impecable y cuidada. Con una semántica certeza y con cosas que decir y que contar. Podríamos hablar del costumbrismo andaluz, de Cabra, su tierra, que queda retratado con mucho aseo tanto en Juanita la Larga (1895), que es una de sus novelas más conocidas, como Pepita Jiménez (1874), su primera obra maestra. Su belleza inspiró a Isaac Albéniz que la recreó con maneras musicales operísticas y sublimes. Lo cual no es decir poco.
Me llegó la novela de la manera más ritual posible. Harto de las novelas que gustan por ahí, tipo Manuscrito de Avicena, donde lo más interesante es que van y vienen sin parar, sin gracia literaria, y sin gusto ninguno por contar algo que valga más que para entretener el aburrimiento del que no me saca, rebusqué en el libro electrónico con tanto tedio como necesidad. Y apareció. Entre las mil novelas que regalaban los vendedores de libros electrónicos, algo que efectivamente no tenía precio, al menos desde el punto de vista literario. ¿Por qué será que algunos de los mejores libros son gratis, y piden precios desproporcionados para leer la basura más demandada? El mercado, dicen los que manejan este tinglado tendrán mucho que decir de la novela de usar y tirar. En el caso de Valera, leer y guardar, leer y guardar para releer.
Encontré el libro de Juan Valera, un autor de siempre, pero que no había leído todavía, entre esa pléyade de clásicos poco apreciados. Reconozco que la novela resonaba en mi mente porque mi madre, lectora de disfrute y nivel, tenía y tiene a Juanita La Larga como una de sus preferidas, y no me pude resistir. Primero ataqué con Pepita Jiménez, cuyo estilo narrativo epistolar me resultó atrevido y maravilloso, y luego seguí para recrearme con Juanita La Larga y su alentadora y bien llevada historia.
Siempre he reconocido a Galdós como el mejor prosista tras Cervantes en nuestro país, y Fortunata y Jacinta como su mejor obra, pero Juan Valera me ha impresionado, porque no le va a la zaga. Vicente Blasco ibáñez, valenciano de renombre, es protegido y ensalzado de manera nada gratuita. Son los reconocimientos interesados y ajustados a sus pesebres políticos, que valen para afirmar un día que la izquierda (o la derecha que tanto monta monta tanto) es la depositaria exclusiva de la cultura, y tal y tal.
Cierto es que Blasco Ibáñez se hizo muy popular, tanto por sus novelas, donde retrata lo valenciano, como por su actividad política en favor del republicanismo. Pero siempre en la historia de la literatura, que es la historia de nuestras ignorancias y aciertos, se da más vueltas a unos autores que a otros, y siempre en función del presente político que se quiera retratar, vituperar, o alabar. Blasco Ibáñez me encanta porque es la albufera, la barraca y la plaza redonda de Valencia. Pero Juan Valera, que hizo carrera diplomática, y que llegó a ser Secretario del Congreso y Diputado desde un liberalismo moderado, no ha sido ensalzado por los políticos andaluces, quizás más interesados en otras figuras como el poeta Blas de Otero, Rafael Alberti o el inigualable Lorca, que desde que no lo mataron los fachas a mala leche ya es menos querido, como Maeztu o Azorín, que casi ni escribieron nada para alguna gente.
Valera retrata la sociedad andaluza del interior, del señorito y el capataz con mejor tino, y menos pretensiones ideológicas que otros escritores. No en vano, Juan Valera fue considerado por los españoles de su tiempos como uno de los hombres más cultos de su patria, por supuesto, fue Académico, y es uno de los pilares que miraban los modernistas como Rubén Darío entre otros. Demasiado encumbrado para que fuera un autor popular, supongo. Y es que lo popular, por desgracia está obligado a comer con los dedos y y eructar de vez en cuando para ser reconocido. Es el abajamiento y la decadencia de Nietzsche, el triunfo de lo mediocre, y claro, Juan Valera, es mucho Juan Valera para hacer tales cosas. Su liberalismo político lo situó en la cesantía de la época, donde los conservadores o liberales colocaban a los suyos en puestos de responsabilidad según les convenía. Fue un autor conocido y apreciado en su tiempo, mucho más que hoy en día, donde el consumo de libros nos obliga a devorar y engullir, como fast-food, libros cuyo interés y valor es casi nulo. Por eso retomar estos clásicos es aire fresco para uno.
Quizás sea saltar en la distancia pero Juanita la Larga, y mucho más Pepita Jiménez son nuestras mujeres del diecinueve y de la novela. Me recuerdan a la señora Bovary, o a la insatisfecha Anna Karenina. Representan mundos imposibles hoy día, donde los papeles y las funciones sociales se ajustaban como los corsés que llevaban a sus cuerpos ceñidos de educación, dignidad y honor. Mundos donde la inteligencia femenina evadía el convencionalismo social de la forma más astuta posible. Me contrastan vivamente con nuestro mundo donde las únicas formas que se respetan son las de ser dueño de un pensamiento tan políticamente correcto como estúpido y extendido. La espontaneidad ha sustituido las relaciones humanas, donde cualquier pimpollo decorado con una calcomanía gigante en una tienda te tutea con una inesperado «hola chicos», sin contemplar que tengo canas en la cabeza, y los cojones de espartero en la entrepierna. Los personajes de aquellos tiempos, igual que todos los que inundan la inglaterra victoriana, con Austen a la cabeza, evocan mundos agradables, llenos de formalidades, de convencionalismos que se rompen y que por eso agradan sobremanera.
Un mundo como el nuestro, donde no hay convencionalismo que destruir, es un mundo aburrido por igualitario, donde los provocadores no provocan y donde la espontaneidad ha matado el romanticismo.