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VIAJE AL PARAISO DE LA CHANCLA HEAVY.

El verano es un periodo estupendo para salir de casa, es verdad. Yo me armo de paciencia, de serenidad impostada y de ganas de pasarlo bien; por eso, para disimular mi condición de tipo amante de los libros, me imbuyo del ambiente nacional, me planto mis playeros en los pinreles y me voy a veranear por el mediterráneo. Siempre con unos cuantos libros en la maleta, y con ganas de adaptarme al mundo. Sin prisa, pero sin pausa. Me ayuda el espíritu familiar, y me dejo llevar de las experiencias de los turistas que nos han precedido, que son muchos y abundantes en nuestra feliz patria.

No es la primera vez, por supuesto, que sumerjo en los encantos de la playa, pero es tal vez la elevación de mi alma cotidiana la que hace que me tope de repente con el ganado nacional, y me sienta abrumado por la condición humana. Lo digo sin titubeos: si fuera Dios, aniquilaría a la especie humana; por eso agradezco ser un importante pecador, porque la paciencia todo lo alcanza, y porque me hace reconocer que la misericordia del Señor es infinita con el hombre. Incluida nuestra tropa.

Me da igual la playa que la montaña, porque el primer trauma veraniego suele llegar de camino. Como el viaje hasta la costa es largo, nos vimos en la necesidad de detenernos a comer, beber y desbeber. Lo hicimos en un sitio que me recordó a un abrevadero de caballos y mulas. Y ciertamente había gente que se comportaba como tal. Un tipo aparcó con su coupé de pijo idiota ocupando dos sitios de sombra, y vi como una piba se colaba bajo la sonrisa bendita del “porque yo lo valgo”. Las señoras hablaban a gritos, y unos franceses acongojados trataban de hacerse a entender con una camarera cuyo nivel de simpatía era menos cuatro. En los baños empezó a haber cola, y el nivel de suciedad se incrementaba por segundos. Yo ya iba escamado, porque dos horas antes habíamos tomado café en un lugar donde cobraban lo mismo que el bar de mi barrio pero multiplicado por tres, por eso andábamos con ojo, no fueran las niñas a tener antojos caros, y les diera por beber agua mineral, en lugar de la del grifo. ¿Me entienden, verdad? Mear siempre se puede hacer en el campo, asi que intenté no dejarme llevar por el pánico.

Las niñas fueron aleccionadas para que nos nos dieran más guerra que de costumbre, y tras elegir los platos con estrés y alentados por el aliento del siguiente señor en la cola del bandejerío, que tenía prisa por comer antes que mi familia, nos ubicamos en el comedor, donde había menos vasca que en el exterior, formado por gente de bocata y lata de cola. Hasta ahí todo a normal.

Entonces vino la luz.

Trescientos heavys vestidos de rockeros descendieron de varios autobuses. Algunos llegaban con los autobuses de línea, pero otros parecían descender del mismo infierno del metal. Estaban más cansados que emocionados, y supuse que regresaban después de algún concierto costero, pues eran muchos y aterradores. Los cuatro moros que hasta entonces se sentían dueños de la extravagancia sintieron sus chilabas arrugarse; y el cagaprisas que parecía comer a destajo salió del abrevadero zumbando y sin pasar por el servicio. Ni la Guardia Civil habría logrado poner más prudencia entre los incivilizados de turno.

Aquellos tipos eran auténticos vikingos. Pelos largos y al viento, ojeras prolongadas de fiesta y cerveza, y en lugar de las consabidas chapas y cueros, lucían chancletas, algunas de las cuales hacían juego con los móviles que desenfundaban con garbo.

Pusieron al pijo egoísta en su sitio, inundaron los baños a voces poniendo orden en las prolongadas colas de las señoras, y comieron a gusto de la resaca que arrastraban. Por supuesto las familias se amedrentaron y los empleados se pellizcaban sospechando que había regresado la peor de sus pesadillas: los ángeles del infierno en vivo y en directo. Todo prejuicios.

Llegó la hora de comer. Y esta gente se apalancó en el bareto, porque lo convirtieron en un bareto, y en lugar de mostrar su música atronadora a todo tren, obligándonos a todos a soportar sus decibelios (los que habíamos ya soportado del ganado ahora silenciado), desenfundaron unos cascos chiquititos, y con sus móviles se adocenaron individualmente, dejando como único sonido el runrun de los motores del autorés que se largaba. De fondo pude escuchar a ACDC, alguna de sus melódicas y bien educadas cancioncillas. Hasta el “despacito” del verano se ralentizó hasta desaparecer. Gracias a Dios, pensé.

– ¿ACDC, amigo? – le pregunté al que tenía al lado.

– Por supuesto.

Y sonrió mostrando unos dientes sucios del helado de chocolate que se estaba engullendo.

Nos tuvimos que ir, más que nada porque ya habíamos comido, pero he de reconocer, que cualquier otra experiencia antropológica en directo será mucho peor. Ni el oceanográfico ni el bioparque nos ofrecerán un espectáculo de fauna y flora, y de dominio de la tribu, tan abrumador. En fin, me sucede todo eso porque soy un hombre sensible. Si fuera una secuoya, no me fijaría en nada.