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Comprando ropa rota en siglos precedentes.

Siempre me ha parecido extraña esa costumbre de comprar pantalones con más agujeros que un queso de gruyere. Ropajes descosidos y con otras adolescencias más propias de un pobre de pedir, que de una compra en gran hipermercado de postín. Pero la moda es así. Te venden ropa vieja al precio de la nueva porque está envejecida a posta. Y es nueva, aunque parezca sacada de un basurero. Eso sí, cuando tiras la ropa no sabes si está vieja o no. Yo la guardaría, maś que nada para el futuro, no sea que la autenticidad de la basura se termine valorando como un plato exquisito. Digo yo que en el siglo XXII contizará mogollón disponer de unos viejos pantalones rotos y sin estrenar del siglo XXI. Cosas veredes…

Pero el tema no es nuevo, aunque lo parezca. O mejor dicho. Ropa vieja o rota, desgastada y demás, siempre se ha vendido; ahora la venden al precio de la nueva, pero siempre se ha intercambiado por roperos, venderos y ropavejeros. En siglos precedentes, antes de la revolución industrial, era común que algunas personas tuvieran el oficio de prederos y tuvieran en los bajos de su hogar una «casas de prendas», que era el lugar donde se compraba y vendía ropa de personas fallecidas, por ejemplo.

Ahora tal moda se ha perdido, pero ya volverá, ya. Los prenderos y los ropavejeros (que así se llamaban) andaban por la ciudad rescatando telas y piezas de vestidos viejos o ropas usadas para darle con su arte un nuevo rostro. Algunos descosían algo, remendaban si sabían. Y si tenían instrumental se ocupaban en mejorar los productos para venderlos de segunda mano. Mercadillo a tope, que se llama.

En Valladolid hubo una calle Ropería, Roperos o Trapería en la prendería, que estaba en uno de los tramos de la calle Angustias. Allí se podía encontrar gangas de finados y demás fallecidos de manera ilegal. En la época estaba prohibido para estos gremios comprar tal ropa si procedían de las almonedas, que era donde acababa. Pero sucedía lo contrario. Lo de siempre, prohibido buscarse la vida y ponemos puertas al campo.

Los oficiantes de tales desempeños ya he dicho que se llamaban prenderos, que en sentido estricto eran los que compraban y vendían ropa usada. Realmente no la producían. Y tenían prohibido por el gremio competente fabricar ropa nueva. Apechaban con la vieja, la mejoraban para que pareciera nueva, la entrecosían y la revendían. Casi lo contrario que ahora, que hay gente que gana su salario envejeciendo pantalones vaqueros y descosiéndolos a propósito para darle caché al agujero.

No debía dar demasiado dinero el tema, pues muchos de aquellos prenderos, con el tiempo, terminarían ampliando su mercadeo a las alhajas y a los muebles viejos. Eran el antecedente de los traperos, o sea, gente que mercadeaba trapos y que hoy trabajan en otro tipo de tiendas con corbata verde y pajarita. Los tiempos cambian, amigo, y hay que adaptarse.

Lo cierto es que eran, en el buen sentido de la palabra, magníficas alimañas de los difuntos y los entierros. Me hubiera gustado estar allí, viendo como unos vecinos iban a llorar al muerto, y como otros visitaban su fondo de armario rebuscando gangas para comprar a la viuda. Total, el traje no se lo va a poner nadie y se puede aprovechar antes de abrir el testamento y repartir el ajuar. Desde luego no necesitaban periodos de rebajas, porque muertos los había y los hay en cualquier época del año. El muerto se enterraba con su mejor traje, o con el hábito de la cofradía, si hacía falta, y el resto, que igual tampoco era mucho, o casi nada, al mercadillo de los trapos.

Competían estas gentes con los sastres, que eran un gremio pujante y numeroso que tenía por oficio lo contrario: fabricar con telas nuevas, trajes estupendos. Ser «el sastre del campillo» era el nombre jocoso que se daba al sastrecillo que daba puntadas y no cobraba nunca de nadie. Sastres eran gentes de mucho mejor oficio que los prenderos, pues cortaban y cosían vestidos. Los especialistas en gorros, gorras, monteras y birretinas eran los gorreros, que también tenían oficio propio y que trabajaban con lana o con piel. Vinculados a los sastres hubo muchos especialistas, que no siempre tuvieron posibilidades en Valladolid de hacer negocio, pues la ciudad perdía habitantes, y no había para todos.

Hubo, en la segunda mitad del siglo XIX, el oficio de barraganeros, que trabajaban telas hiladas con lana de diferentes colores (barraganes); en cambio los burateros fabricaban buratos, que eran tejidos más livianos con los que pasar menos calor en el verano para las personas que guardaban luto. Esto debía dar poco dinero, la verdad.

Los coleteros hacían coletos y tejidos de lana, los caperos se dedicaban a las capas y capotes y los toqueros a las tocas, que cubrían la cabeza por adorno o abrigo. Calceteros fabricaban calzas, calcetas y calzones, y los juboneros jubones. Los de las mantas y demás eran otros oficios gremiales, manteros, estameñeros, etc.

Entre mis antepasados hubo varios sastres, y por varias ramas. Era un oficio apreciado, muy digno y de una elevada condición social, aunque no llegara a eximir de impuestos. Lógicamente los sastres se valoraban según la gente a la que vestían. No era igual el sastre de un rey, que el sastre de un burgués. En Yecla encuentro que los que eran sastres provenían de Almansa, y también encuentro sastres en Ayora, por línea paterna. Hermanos de mi bisabuelo hubo varios sastres, algunos dedicados a vestir a militares en ciudades con oficiales y caballeros, como en Valencia o en las colonias africanas de Fernando Poo e Ifni.

Los sastres, además de vestir y coser a la gente, también le darían a la sin hueso, pues eran lugares, las sastrerías, donde abundaba la plática y arte de la conversación. Entre un poco de tabaco y un mucho de refrigerio, pues pasaba uno el día cascando y ganándose la vida.

El oficio se fue extinguiendo en el siglo XX. Aterrizaron el mundo las ropas de usar y tirar que ahora se vende por toneladas, y ahí estamos. Comprando en rebajas y tirando porque no nos cabe en casa. La revolución industrial acabó con los gremios, pero también con la buena ropa y la mala ropa. Ropa impersonal para la masa.

Hoy día, nadie se arregla un traje rozado, ni recose telas viejas. Se compra algo nuevo y punto. Lo curioso es que hayamos terminado vistiendo con ropa rota y avejentada de máquina, y que nos la cobren como si fuera nueva. Me imagino las risas del gremio de prenderos si levantaran la cabeza. Seguro que después de reirse nos llamarían tontos.