Uno de los autores por los que siento especial predilección, tanto en estilo como en contenidos, es José Saramago. Falleció hace ya la friolera de cinco, casi seis años, y reconozco que me gustan sus libros, y mucho. Ninguno de ellos me ha defraudado, y reconozco a un escritor personal, de esos que no se escabullen en palabras vacías y huecas, ni en palabras baratas, de las que usan los escritores de best seller, sin personalidad ni distinción. Saramago es auténtico y personal, único, y eso hace que leerlo sea una experiencia profunda, incluso distinta y enriquecedora su relectura. Es una autor para releer y para pensar.
De Saramago he leído unos cuantos, que no todos y seguramente pocos, en comparación con la devoción que le brindo a este maestro de la escritura y el pensar bueno. Es de los que me gustaría leer todo, como hice con Steinbeck el día que cayó en mis manos. Uno tras otro leí sus obras completas, lo disfruto y me permite contemplar la vida con otro gusto. El problema de Saramago es que ha escrito mucho, muchísimo. Tiene algo de Picasso, que empezó a pintar con cinco años y no paró hasta que se murió con noventa y tantos. Saramago presenta algo parecido, el genio creativo que escribe e ilumina el mundo con sus palabras llenas de matices, abundantes y mágicas.
Ahora, en las redes sociales y en el cibermundo, se lleva mucho eso de sacar dos o tres frasecitas del tío que sea, y ponerlas como exponente de su pensamiento. A mi eso me carga un poco, porque es una forma de eludir su letras, su pensamiento en profundidad, y su condición humana. Es como reducir a un eslogan ingenioso todo lo que alguien es. Con Saramago, igual que con muchos otros, abundan las simplicidades, y casi siempre distorsionan lo que yo creo que es el escritor José Saramago, algo más que un filósofo y un escritor juntos. Cotizan en la red las relativas a su condición agnóstica y buena, pero se olvidan de cientos de miles más que solo se encuentran en sus libros, entrelazadas con sus personajes.
El asunto por el que me paro en Saramago porque acabo de terminar EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS y me ha gustado. En sus páginas muestra la vida del Lisboa de los años 30, en concreto de aquel año 36, donde Portugal estaba bajo el báculo de Salazar, y España bajo el despropósito de una situación de preconflicto. La novela termina, para mi gusto, con un exceso de politica, supongo que inevitable si se recoge la vida lisboeta de aquel complicado año, donde Mussolini se lucía en Etiopía, Hitler deslumbraba en las cancillerías occidentales, y la Cruzada Española iba a ser la salvación de Occidente en palabras de Unamuno y del exilio que llegó a España desde la victoria electoral del Frente Popular en las elecciones de Febrero del 36. Por supuesto, el «viva la muerte» es la cruz de una historia sencilla y simple, llena de matices y poca acción. Ni falta que hace, porque el personaje de Ricardo Reis se hace interesante sin necesidad de hacer cosas extrañas con él. Comparte vida con dos mujeres, una sirvienta y una enferma, y con las dos es imposible que exista el amor auténtico y convencional que todos esperan del doctor Reis.
Destaco un momento especialmente significativo y genial que me ha encantado, cuando se encuentra con Fernando Pessoa, poeta y amigo fallecido. Es el muerto que regresa para charlar tranquilamente con los vivos, en este caso con el doctor Ricardo Reis, un hombre mayor que ha regresado desde Brasil sin un motivo muy claro más que encontrarse con su amigo, al que pensaba vivo. La vida de Ricardo Reis es más azarosa que ordenada, como suelen ser nuestras vidas, que por mucho que las planifiquemos siempre salen de otra manera. Tampoco imposible pero siempre extraño para el que las vive.
Dice Saramago que esta novela es la que más le gusta, la que está más dentro de él. Para mi, es la que mejor refleja su existencia portuguesa, siempre pendiente de observar, siempre encontradizo con los menesterosos, siempre distante al mundo, como si lo contemplara desde un cristal irrompible que no le afectara. Describe y descubre a sus personajes desde una distancia que nos permite apreciar mejor su personalidad, y eso es algo de agradecer, porque los personajes de Saramago son auténticos y verdaderos hasta el punto de parecer «personas» de verdad. Eso es impresionante cuando se logra. Gracias Saramago, estés donde estés. Aunque no comulguemos ni ideológica ni religiosamente. Gracias.