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Morir en soledad, morir en el olvido, morir con esperanza.

Me cuenta mi amiga Inma, que han muerto dos de los indigentes del centro Betania de la parroquia. Qué edad tenían, le pregunto. Cincuenta y ocho y sesenta y dos, me respondió ella. Y continúa con su explicación: la calle que termina pasando factura.

El centro Betania, donde unos cuantos voluntarios de Cáritas echan una mano, trata de convertir el desierto de la ciudad en un oasis de encuentro. Allí se dan cita los indigentes de la zona, gente que ha perdido mucho, o casi todo, que sobrevive como puede, y que necesita una conversación, una comida caliente al día, y algo que no se puede comprar ni vender: el interés por uno, el cariño y el afecto.

El perfil de los que allí acuden no es el que uno cree esperar. No son los fracasados de una sociedad competitiva. Son simplemente los que fueron engañados desde su infancia. Muchos que allí se dan cita tuvieron buenos trabajos, buenos trajes y mejores empleos. Familias felices y futuros planificados. Muchos estudiaron y se esforzaron bastante más que otros que ahora los miran con desdén. Y es que no hay nada como el dinero para comprar voluntades y seguridad de las que duran veinticuatro horas. Fueron engañados porque creyeron que el sueño de la causalidad «si trabajas, te irá bien» se cumplía. Y no.

La crisis pasó por encima de ellos y de sus buenos negocios. Lugares donde invirtieron todo su capital y su vida, simplemente se desplomaron. Muchos fueron empleados, pero otros fueron emprendedores que hoy sólo tienen deudas. Los ayuntamientos dejaron de pagar, ¿se acuerdan? Bien, pues algunos se arruinaron porque sus proveedores no les dieron un duro; otros porque no cobraron de los que tampoco cobraban. Despidieron a sus plantillas hasta que se arruinaron. Allí se juntan todos, directores de empresa y empleados de la misma empresa. Con una mano atrás y otra delante, y con los ojos hundidos y vivos por la miseria compartida. Saben perfectamente lo que piensa la gente cuando se cruza de acera, pues ellos estuvieron antes en este lado. El otro lado.

Luego vinieron la fatigas de no saberlo encajar, las parejas que se disolvieron cuando se acabó el pan y la cebolla, los embargos, las ventas precipitadas para hacer frente a pagos imposibles. Hasta que llegó la ruina. Sus ex y sus hijos viven mejor que ellos, y por vergüenza prefieren seguir siendo invisibles en otras ciudades y entre otras gentes. No todos, pero sí muchos. Los subsidios para mayores de 55 años sin empleo rondan los 350 euros al mes, creo, y algunos no los cobran porque la Administración opina que tienen algo. Con poseer una finca que no se puede ni vender de lo ruinosa que es, ya eres rico en este país de mierda que prefiere regalar el dinero subvencionando soplapolleces. Y así andamos.

Dicen los expertos silenciados, que la crisis ha traído un incremento de suicidios espectacular, del que no se habla, claro. Nuestra sociedad está concienciada de la única muerte posible, por violencia de género y por accidente de tráfico. El resto debe morir de muerte natural, digo yo. Como estos dos indigentes de mi parroquia. Se han muerto de muerte natural, aunque para mí se han muerto de pobreza y de injusticia. Comen una vez al día, cuando comen; no tienen calefacción en los rincones que comparten entre varios indigentes, ni luz, ni agua caliente, ni lavadora para lavar la ropa que les regalan. Se pasan todo el día por la calle deambulando, sentados en un banco, pasando la vida. Muertos en soledad y en el olvido. Por mucho antibiótico que te receten, como no tengas defensas en el organismo no sobrevives. Y esta gente la palma sin que nadie se entere, para vergüenza de una sociedad que mira siempre los escaparates para no ver a las personas con las que se cruza.

Me cuenta Inma que alguno de ellos ha vivido los últimos meses más cerca de Dios, y no me extraña. Me repite las palabras de uno de ellos: «Cuando tenía todo, y no me faltaba de nada, nunca pensaba en Dios. Pero ahora que lo he perdido todo… Cuando os he visto hacer algo por mi, me he dado cuenta de que Dios tiene que existir».

Es una cuestión de justicia, supongo, pero creo que algo más. Dios es la única esperanza que le queda al que se ha quedado sin nada, y esa experiencia la he visto muchas veces a mi alrededor. El que perdió media vida en un accidente de tráfico suele reconocer la mano de Dios; el que se arruinó acaba encontrando algo gratuito que nadie le puede dar; el que fue vencido por la vida, consiente en comprender que Dios es lo único que le queda.

Por eso hay que desconfiar de los que hablan de mejora económica. ¿Con esperanza o sin ella? Hasta la próxima crisis, claro. Entonces caerán otros que ahora se ufanan de triunfar, de tener éxito y de prosperar sin ayuda de Dios. Hoy estás en lo alto, y mañana no se sabe.

Nuestro país es asombroso en su capacidad para maltratar a su gente. Artistas de primer orden en el mundo del flamenco, por ejemplo, murieron en su día en la indigencia; y lo mismo ha sucedido con escritores, dramaturgos, pintores, escultores… Algunas estrellas de televisión terminaron rotas, léase Sonia Martínez, Perico Fernández… Son ejemplos de los que vivieron deprisa y murieron jóvenes. Pero esta gente ni eso. Ni siquiera vivió deprisa. Intentó vivir, lo hizo bien, bastante bien, y su único error fue estar en el sitio equivocado en el año equivocado y con el negocio y empleo equivocado. ¿Cuestión de suerte? Cuestión de injusticia creo.

Me cuenta Inma que en el funeral casi no había nadie. Ni un familiar ni nadie de aquellos viejos tiempos. Les quedan los amigos de hoy, los que han compartido la miseria en los últimos días y un puñado de voluntarios de Cáritas. Al menos no están solos del todo, me dice Inma. Y yo no puedo menos que escribir estas líneas por el bien silencioso y esperanzado que hacen.