El documento que cuelgo es real. Es un acta de matrimonio de unos antepasados míos, es lo que hice ayer mismo por la tarde, Alonso García y Ana Hernández, es lo que llevo haciendo desde el mes de abril. Construir mi árbol genealógico, una tarea, por supuesto absurda cuya principal ganancia es gritar de cuando en cuando un «eureka», lo encontré. Se anota a los nuevos abuelos, y así hasta que formemos parte de la selección completa de difuntos. Un entretenimiento como otro cualquiera.
No quiero ponerme trágico, pero hacer un árbol genealógico lleva, por lo menos, a una reflexión que imagino universal y que nos hace amiguetes de la parca, y es que no somos nada, y más cuando uno anda con tanto muerto «p´arriba» y «p´abajo». De hecho, de la mayoría de los antepasados que uno va encontrando – yo ando por el siglo XVII con los más antiguos que tengo – sólo sabemos lo básico, que son a la postre cuatro cosillas: fecha de nacimiento, nombre de padres, (con suerte nos coloca a los abuelos), fecha de matrimonio, los hijos que tuvo y la fecha de deceso. Se acabó. Eso somos: nacer, reproducirnos y morir. Hola, ¿qué tal? Y hasta luego, Lucas. Padres, hijos y abuelos.
La proporción además se hace brutal, geométrica y despiadada. Cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciseis tatarabuelos. En diez generaciones andamos con cientos de señores y señoras por ahí pululando.
Con suerte nos viene la profesión, si es que es significativa. Yo tengo un estanquero, dos o tres impresores, un escribiente, un preceptor de gramática y un abogado de los reales consejos, el resto jornaleros. Las mujeres trabajaban dando a luz y criando a los hijos. Nadie de la larga lista conoció más que a los inmediatamente superiores o inferiores, y a veces ni eso. Raro es el hombre que llega a conocer a sus bisnietos, y muy pocos los que vieron crecer a sus nietos. Pero formamos todos juntos, un entramado existencial donde nos hemos vinculado, aunque sea genéticamente. Es decir, me parezco seguro a alguno de aquellos del siglo XVIII que no sabía que murió el día que empezaba la ponzoñosa Revolución Francesa. Debió tener ojos azules, como yo. O igual no, que eran marrones. Nadie lo sabe.
De la inmensa mayoría de los antepasados no sabemos casi nada. Su nombre de pila, y la edad en la que murió y punto. Son vidas innanes y vacías, sin ninguna relevancia, y con el solo imperativo trascendente de tener hijos para asegurar la vida del pueblo en el que vivieron. Algo, que por cierto, en España ya no sucede, pues estamos en crecimiento vegetativo negativo. Así que dentro de un siglo o así, no habrá ningún español para contarlo. No sería un drama para mucha gente, si no le decimos que no va a haber selección española de fútbol, y no es broma.
Lógicamente esto nos lleva a pensar en el abismo de la muerte, y en el suspiro que es el hombre. También me lleva a pensar en lo que es la tradición, más para relativizarla que otra cosa. Lo que nos parece importante, por ejemplo el Quijote, no fue leído por casi nadie de ellos, y es que la mayoría de la gente no sabía leer. Igual que ahora. La gente sabe leer, pero no se entretiene perdiendo su tiempo leyendo el Quijote. La cultura siempre ha estado guardaba y escondida en minorías (la iglesia y algunos ilustrados), el resto siempre ha vivido ignorándola y despreciándola. Tenemos una oportunidad en la actualidad, pero es una oportunidad para minorías, pues pocos la aprovecharán. Tampoco leyeron a Victor Hugo, porque cuando ellos vivieron aún no había llegado. ¡La de cosas que nos perderemos los que ahora vivimos! Y no me refiero a la tecnología espacial.
¿Qué es entonces lo importante de la vida? Respondo: La existencia cuando ha comprendido su valor, y eso solo se alcanza gracias a la Estética, la Ética y la Mística. Así lo pudo definir Kierkegaard, y no está mal pensado del todo. Podemos disfrutar del arte, de lo bello; podemos tratar de hacer el bien a los demás, un mundo mejor a nuestro alrededor; podemos encontrarnos con lo Divino si lo buscamos. Aquellos antepasados están impregnados de espiritualidad, son bautizados y crismados en Nombre de Dios, luego los esposos que son velados delante del altar, los difuntos mueren tras recibir el santo crisma. Ecce vita. Ahí está la vida, la vida rodeada de Dios tiene sentido; y es que la vida meramente biológica sigue siendo ridícula, y sobre todo estresante. Lo demás, la belleza del arte y bondad del comportamiento acompañan a la trascendencia, que es lo único que tenemos más soportable.
Hay otras reflexiones que uno descubre, y que son bien hermosas cuando aparecen. La enfermedad de uno, las razones de la muerte; gente que se casó en segundas nupcias, hermanos que se casan con hermanas. Se percibe el aroma de la amor, del afecto y del querer. Hay cientos de fallecidos que son niños, y muchas mujeres que pierden la vida dando a luz. Es la vida, y casi podríamos sentir las lágrimas de los que nos precedieron con su sufrimiento. Conectamos con los antepasados porque son hombres como nosotros, e imaginamos sus sentimientos, empatizamos con ellos a pesar del tiempo y del espacio, una distancia insalvable que se hace pequeña cuando los encontramos así.
Lo que yo me pregunto, ahora que me estoy poniendo estupendo, es quién querrá empatizar con nosotros, una generación que no quiere tener hijos, que no desea más que vivir mucho y bien, que es adicta al móvil, a las quejas y a la pornografía en todas sus variantes, una generación, en resumen, egoísta. Estoy seguro de que no nos recordarán con gusto. Yo al menos, intentaré dejar algún libro para que lo disfruten dentro de cien años. Si es que llegan.
PD: Durante los meses de verano nos entretendremos soltando sentencias y proverbios por las redes sociales. Siempre es bueno sembrar cebollas para que se que alimenten los jumentos.