De todas las visitas al médico, hay una que sigo recordando con especial cariño. Fue hace unos diez años o quizás algo más. Por entonces yo andaba con ciertos desarreglos intestinales, había un dolor que me acuciaba de cuando en cuando en el bajo vientre, y tras acudir a Urgencias en un hospital concertado de la red de Asisa en España – urgencias que recuerdo entre el hacinamiento y la falta de educación del personal – me decidí a acudir al día siguiente a un médico cuya consulta estaba más o menos en el centro de la ciudad, cerca de mi casa.
El azar fue el único motivo que me condujo a la consulta de aquel viejo médico. Busqué en la guía el que tenía más cerquita, y tras llamar esa misma tarde, me dijo que acudiera el próximo jueves, en horario de tal.
La entrada a la consulta estaba como abandonada. Era una especie de piso de oficinistas donde el único ser humano que ví era una chica sonriente tras un mostrador. Por la mañana habría más actividad, pero por la tarde, aquello era un erial. La joven me condujo a la sala de espera clásica, y en buena lógica, dado el desierto en el que estaba, no tardé ni un minuto en ser llamado por el médico.
El hombre era mayor y portaba unas gafas simpáticas por diminutas en la punta de la nariz. Tenía el pelo peinado hacia atrás, asomaba algunas canas, pero no demasiadas. Sin embargo, la piel no engañaba, aquel hombre rondaba los setenta y muchos. Creo que no llevaba una bata blanca, ni un fonendoscopio colgado del cuello, que es lo habitual en los hospitales, pero tampoco lo recuerdo. Si me acuerdo de la habitación donde atendía a sus enfermos; parecía más una salita de estar con despacho incorporado. Es evidente, que yo, que soy escéptico de los tesoros de la juventud, me encontraba delante de un hombre experimentado en enfermedades. Un sabio jubilado de los que el mundo cruel manda para casa, y de los que resiste en la trinchera de la actividad profesional, por si acaso crucé los dedos.
Le conté el caso, y yo, tras explicarle que en urgencias me habían hecho una radiografía y un análisis de sangre. Le conté que no habían visto nada, y que tras recetarme algo para el dolor (que no me tomé) me habían aconsejado que acudiera a un especialista. Un digestólogo, le dije.
– Entonces ha venido usted al sitio adecuado – me dijo.
Luego me miró con cierto escepticismo por encima de sus diminutas gafas, y tras prodigarme una sonrisa de complicidad, me soltó la frase más extraña que he escuchado nunca en una consulta: «salvo que se haya tragado unas tijeras de podar, no entiendo para qué le hacen a usted una radiografía». Y el hombre continuó preguntando. Me fijé entonces en la mesa de su consulta, diferentes objetos decorativos, un cortaplumas, varias cartas, carpetas con informes, y al fondo, lo recuerdo bien, un armario acristalado con un buen número de libros de historia. ¿Me había equivocado de consulta? Apartó todo lo que había traído de urgencias con desprecio y se centró en mí.
– ¿Ha tenido usted fiebre?
– No – respondí.
– Entonces ¿para qué le han hecho a usted un análisis de sangre?
A esas alturas estaba en la gloria. Balbuceé y traté de contestar con algo que le complaciera.
-Supongo que por cubrirse las espaldas.
– No. No se equivoque. Los protocolos no los hacen los buenos médicos, sino las empresas farmacéuticas; y hacer una radiografía y un análisis de sangre a todo el que va a urgencias, es un importante negocio. La salud – y me volvió a mirar sin perderme de vista – es un terrible negocio donde todos somos víctimas y verdugos. Le voy a mirar.
Me gustó la respuesta, y comprendí que había mucho que aprender de aquel hombre. Me explicó que la inmensa mayoría de los casos, 85% de los pacientes que acuden a urgencias, se solucionan sin necesidad de hacer analíticas, radiografías y demás mandangas, que además son molestas para los pacientes. Basta con que el médico sepa su oficio, y lo sepa bien.
Me pidió que le siguiera a una habitación contigua, donde una camilla en el centro de un lugar poblado de más y más libros nos esperaba. Había una ventana que debía dar a un deslunado, y todo tenía un color entre ocre y amarronado. Me dijo que me iba a hacer una exploración – la que no me hicieron los del hospital – y acto seguido, como si estuviera ante su majestad, el Rey de España, me pidió permiso para trabajar sin guantes.
Me lo explicó con la misma parsimonia con la que trabajaba. Con guantes no se exploraba igual, que no se sentía bien al tacto determinadas protuberancias o no se qué que quería descartar. Asentí encantado, y tras tumbarme en una camilla en la sala contigua, se entretuvo con mi barriga durante veinte o treinta minutos. Iba despacio y en silencio tocando, oyendo, escuchando y moviendo el intestino, como si estuviera mirando por dentro lo que sucedía en mi interior. «Calle, por favor»; me decía de cuando en cuando; y yo, por supuesto, obedecía entre risuaño y complacido. Aquel hombre me recordaba las prácticas de los viejos médicos del siglo XIX, cuando en lugar de analizar la orina, la olían; observaban la lengua del paciente y tomaban el pulso, tocaban la sangre y percibían si su dulzura era la correcta. En fín, el viejo médico de siempre, más sabio por los años y los miles de pacientes que ha visto que por lo que le diga una analítica ejecutada a destiempo.
Cuando terminó me explicó lo que me sucedía. Descartó varias enfermedades que me fue explicando con ayuda de unas láminas, y tras recetarme un medicamento cuyo nombre tampoco recuerdo, me contó con detalle los efectos que producía y porqué me lo había recetado. Estaba claro que aquel hombre gustaba hablar con los pacientes, y yo, que andaba ocioso, le conté que estaba trabajando en Salamanca de profesor e filosofía.
Aquello animó la charla, y tras terminar de firmar la receta con la letra inteligible de los que estudiaban copiando apuntes, los médicos de antaño, me contó que estaba investigando la vida de un médico salmantino del siglo XV, una autoridad que intuyó antes que el resto del planeta las enfermedades infecciosas. Era su «hobbie» su afición, su entretenimiento de jubilado estudiar historia de la medicina. Ah, le dije.
Me contó que le pagaban poquísimo por paciente, pero que le daba igual, que seguiría ejerciendo hasta el final, y que volviera cuando quisiera.
Pero no volví. Entre otras cosas porque me curó y no tuve necesidad. Pasados un par de años, comprobé que la placa con su nombre de médico, la que mostraba a los viandantes, había desaparecido. Aquel viejo médico había dejado de ejercer, supongo que por ancianidad, o por fallecimiento, no lo sé. Pero me es imposible olvidarlo cuando paso por delante de su portal.