Trabajar, lo que se dice trabajar, es algo que no debe gustar a muchas personas, que sin embargo trabajan para ganarse la vida. Sin embargo, no siempre ha sido así. Hoy es frecuente ver a gente que presume de ser un gran madrugador y gran currito, fruto de la ola de platonismo y de calvinismo que nos sacude, donde trabajar es un fantástico sacrificio recompensado por Dios con dinerito y consumo. Pero no siempre fue así. Cuando el mundo se dividía estamentalmente, los hidalgos mostraban al mundo un estilo de vida donde el honor era más importante que el hambre, y donde los hombres presumían (como debe ser, coño) de no haber trabajado en su vida. Ole, y ole. Explicamos el tema porque la cosa tiene miga.
Antes del nauseabundo siglo XIX, que no trajo más que calamidades, enfermedades, explotación, revueltas y crecimiento económico, era habitual que muchas personas trataran de demostrar ante los tribunales que no habían pechado en su vida, que no habían doblado el lomo ni para sentarse y que no habían pringado con una azada, azadón o azadilla, bajo pena de perder su condición de hidalguía. Es más, la gente denunciaba a sus vecinos cuando pleiteaban de hidalguía afirmando haber visto a sus abuelos, padres o antepasados acarreando leña, despiezando cerdos o sucumbiendo al maldito esfuerzo de recolectar una parra colgante de un velador casero.
El tema no era menor, porque en una sociedad estamental, los de condición noble, entre los que se incluían los hidalgos, estaban exentos de pagar impuestos, aunque fuera a costa de no poder realizar ningún esfuerzo comercial, ni físico ni casi mental. La nobleza vivía de las rentas económicas, y trabajar estaba, no solo mal visto, sino que era castigado con el ostracismo social y la pérdida de la condición estamental. La mayoría de los nobles e hidalgos vivía de las rentas, si las tenía. Es decir, las tierras se las llevaban otros. A falta de propiedades, era frecuente que muchos buscaran otras fuentes de ingresos que siguieran siendo elevadas y dignas. ¿Cuáles? Trabajar para la administración, como funcionarios, gobernantes, militares, incluso docentes. Pero no era fácil, porque eran legión los que demadaban tales empleos, más bien escasos. Lógicamente las amistades y las relaciones sociales eran decisivas para continuar manteniendo el estatus de noble, sin ver comprometido el futuro. El matrimonio era decisivo, pues devolvía cierta honra cuando se maridaba bien a los hijos, y se podía mantener la condición sin merma de llenar el estómago de cuando en cuando.
Nuestro país fue un país de hidalgos. De muchos hidalgos. Los hidalgos lo eran de cuna, y a diferencia de los demás títulos nobiliarios que se adquieren por hacer favores a los reyes y demás prebostes, los hidalgos lo eran por ser hijos de hidalgos. Es decir, un hidalgo no debían nada a nadie, más que a su sangre. Por tal circunstancia, y para evitar perder su hidalguía, y verse obligados a pagar impuestos, no pechaban, ni curraban, ni daban palo al agua. Literalmente se morían de hambre y pasaban calamidades cuando no tenían fuentes de ingreso alternativas. Pero ya se sabe, más vale morir digno, que morir a secas.
En la literatura del siglo de Oro español encontramos magníficos ejemplos de lo que afirmamos. El escudero del Lazarillo de Tormes, sin ir más lejos, era el que más hambre pasaba, más que el ciego y que el clérigo. Y es que era hidalgo. Nuestro querido Don Quijote de la Mancha era un hidalgo. No trabajaba más que haciendo el bien, y no era oficio el suyo ordeñar ovejas por el campo, aunque se muriera de sed viendo a una bien cebona. Eso era trabajo del bueno de Sancho, que si podía cortaba una tajada del ovino para darse un festín. Don Quijote era hombre enjuto, de carnes secas y de ruidos estomacales. Sancho era un labrador, amigo de no darse latigazos, y de regar con vino el gaznate tras la jornada de fatiga y labor. Dos mundos que se entrelazaban perfectamente. El primero era culto, y hambriento; y el segundo ignorante y glotón.
En mi familia, examinando el árbol genealógico propio, encuentro varias líneas de antiguos hidalgos que lo fueron en el siglo XVIII. En Yecla, Murcia, la cuestión de la hidalguía se convirtió en uno de los asuntos más espinosos de la sociedad ilustrada. Es probable que no hubiera demasiados hidalgos viejos en el siglo XVII, pero las familias de cierto dinero, buscaron y pleitearon para demostrar su condición de hidalgos. Justificaron la pérdida de documentos por culpa de un incendio en el Ayuntamiento durante la guerra de Sucesión de principios del XVIII, y trataron, en los pleitos de hidalguía que sostuvieron en la Chancillería de Granada, de demostrar que eran hidalgos desde sus abuelos, cuanto menos.
El documento que muestro arriba es la partida de bautismo de Joaquina Azorín Puche, que nació en Carcelén (provincia de Albacete) en plena guerra de la independencia. 10 de Marzo de 1809. Era hija de un hidalgo importante Juan Azorín Cerezo, escribano, y de Joaquina Puche Martínez. En la partida aparecen también el nombre de los abuelos, y quizás por una cuestión de seguridad en medio de una guerra contra los franceses, que no nos trajeron más que calamidades y destrozos, menciona a sus abuelos parcialmente. Martín Azorín, fue en realidad Martín Azorín-Vicente Muñoz, hidalgo, su esposa María Cerezo Ibáñez; y maternos, Antonio Puche, al que conocemos por ser abogado de los Reales Consejos y cuyo nombre completo fue Antonio Puche Val, más adelante síndico del agua en el pueblo, y su esposa María Concepción Martínez.
El doble apellido se perdió en el siglo XIX, cuando les daba vergüenza ostentar con los nuevos tiempos de liberalismo y revolución que habían sido nobles. Acortaron el Azorín-Vicente dejándolo en Azorín a secas.
De aquellos tiempos quedan curiosas expresiones. Lo de «no se nos cae los anillos» era la nueva moda. Todos iguales, todos pechando y trabajando como labriegos, de sol a sol. Es mejor el currito que curra mucho, que el vago redomado. Pero con esos extremos llegaron las modas del igualitarismo, las mismas que Marx elevó a la categoría de casi una enfermedad social. Los nobles que defendieron intelectualmente la igualdad en la Revolución Francesa han sido olvidados; y aquel mundo de hambre y disimulo ha tomado nuevas formas contemporáneas, presididas por la subvención, los subsidios y las prestaciones.
Está claro que los nuevos ricos han impuesto una forma de ver el mundo basada en el dinero, el trabajo y el consumo placentero de los bienes. Eso sí, además de cargarse el planeta, y continuar manteniendo el chiringuito de los vagos y maleantes, les falta algo que sí que tuvieron mis antepasados: el honor de ser hijosdalgo. Ole, y ole.