La sociedad nuestra, con su velocidad de vértigo, ha dejado anclados en el olvido los viejos oficios que antaño tuvieron nuestros padres. Sus aperos y habilidades, aprendidas bajo la lentitud familiar han pasado al olvido, y hoy es difícil encontrar un pocero, que por ejemplo, sepa batir el agua de un pozo de agua de lluvia.
Viene esto a cuento, porque el otro día estuve recordando las viejas historias de la infancia con algunos de mis primos de Murcia. Historias de veraneos y de estancias en el campo formado por una docena de casa majueleras a unos escasos kilómetros de Yecla, el pueblo de mi familia materna, al Norte de la región de Murcia.
Aquel lugar estaba sembrado de recuerdos, de vivencias que evocaban el final de una época que ya solo puede encontrarse retratada en los libros. La casa majuelera, como la que levantó mi bisabuelo en el siglo XIX, solía tener dos habitaciones: una para la mula y los arreos del animal, y otra para dormir, comer y vivir los labriegos y la familia. Esta segunda estancia estaba amparada por una gran campana, que a modo de paraguas velaba porque la hoguera y el fuego del invierno hicieran la estancia del agricultor más llevadera. Los fríos yeclanos son tan recios como los que pueden usarse por Castilla, y las humedades empapan los huesos con reumas y dolores de no menor calibre, de ahí que un buen fuego en invierno sea tan necesario para calentar los cuerpos como las comidas y los alimentos que allí se guisaban: gazpachos manchegos, gachasmigas, migas y un buen trago de vino o de pan con aceite. Las brasas eran donadas por los tocones de las viñas arrancadas, por los sarmientos podados de finales del invierno, que se acumulaban en leñeros adosados a las paredes exteriores de las traseras. Los labriegos más humildes se contentaban con vivir todos, animales y personas, bajo un mismo techo y una misma lumbre que los calentara. Casi siempre un pequeño portillo hacía de ventanal, y una reja cuadrada impedía que alguien llegara para robar algún arreo abandonado hasta la siguiente estación.
Eran casas pensadas para llevar la mula y el arado, donde subir a las tierras y dar la reja necesaria a los viñedos. Se ocupaban unas semanas y se volvía a bajar al pueblo. Ora se recogía la fruta, ora se segaba la era, ora se vendimiaba… No eran lugares de demasiado acomodo, pues no disponían de agua, ni luz ni más retrete que el aire puro de las viñas o de la cuadra. Las noches eran iluminadas por las estrellas del cielo, y por los quinqués, que en un gran invento cambiaban el petróleo por llama. Las lámparas romanas, de aceite, lucían en las paredes como retazos de viejos recuerdos de otro tiempo anterior incluso. Con el quinqué nos íbamos a la cama en las noches de verano y de veraneo, Los muros eran anchos, y se encalaban con esmero cuando había días de calor y no llovía, que son los más en las tierras murcianas. En verano, los rigores eran aplacados con el agua fresca del aljibe comunitario, con una pila para llevar a los animales a beber, y fuente de trabajo para el aguador, cuyo oficio consistía en repartir agua por las casas. Tinajas, aljibes, cauces y pozos eran imprescindibles para subsistir por entonces, tanto como hoy lo es el coche, el móvil o las tarjetas de crédito.
Lo producido en el campo se llevaba en carros bajos, tartaneros y sólidos en tablas y algún hierro para no rasgar la madera de la rueda. Era tirado por la mula, que proporcionaba la mano de obra más barata del mundo, con pocas quejas, y lealtad absoluta a la hora de la herencia. Hacía el trayecto hasta Yecla en unas cuantas horas, pues los siete kilómetros que distaba eran recorridos con lentitud y fuerza. Un día de viaje. algo menos de lo que hoy tardamos de Gerona a Huelva en coche, pero con la incomodidad del traqueteo, y con la ventaja de no haber atascos por Madrid. la mula descansaba de cuando en cuando, y los zagalicos se bajaban del carro para disfrutar correteando antes de volver a subir en aquella aventura.
Según el tiempo que se pasara en aquellas casas majueleras, así evolucionaban y mejoraban las viviendas, que fueron dotándose poco a poco de alguna habitación más, una cuadra alejada de la casa, y en los casos de los más pudientes, como fue el propio familiar, de un pozo en la casa, y la independencia de no tener que estar pendiente del aguador ni de que pasara por allí por las mañanas. Cuando yo conocí aquellas casas el agua de pozo y los quinqués de petróleo era la modernidad que ya todos tenían, y que en comparación con la ciudad y el resto del año, nos parecía volver a tiempos antidiluvianos. Los aguadores ya no existían hacía unas pocas décadas, pero nos parecía que hubieran pasado miles de años. Casi el mismo tiempo que ha pasado desde que compramos el primer Mackintos y el último móvil. Una década o dos.
Aquel gran avance, el del agua, se tradujo en que las tinajas de la entrada, destinadas a mantener el agua fresca y en buenas condiciones durante un par de días, se empezaron a destinar a otros menesteres. Y sobre todo, que tuviera que subir un pocero una vez al año, al menos para acondicionar el agua durante los meses de estancia. El agua es un bien delicado y necesita de tratamiento y cuidado; se pudre y estropea ni no está bien equilibrada de cal. El fondo del pozo tiene que ser removido de vez en cuando, batido decían, y se debía esperar unos días antes de poder beber del agua que allí cayera, bien fuera de lluvia a través del canalón, bien del aguador, que con una vez en unos meses bastaba. El agua se conservaba fresca, con olor a tierra y sabor a paz. Limpia y pura era un manjar cuando apretaba el sol y se sudaba copiosamente bajo la faena de la vendimia, por ejemplo. Los botijos, que hoy son objetos casi de decoración, cubrían una labor esencial, como era mantener fresca el agua, aunque la temperatura ambiente fuera notable. A diferencia de las botellas de plástico actual, no envenenaban el agua lentamente, ni el planeta, y duraban décadas y décadas.
Hoy, que pocas cosas duran diez años, ni el amor dicen, recordar que así se vivía, y que era la forma de vivir que tuvo la humanidad durante siglos y siglos me hace sentir algo diminuto y empequeñecido. ¿Quién soy yo para criticar a Tadeo, o a Belén con aquella forma de vivir? Eran gentes de allí, de siempre, a las que yo tuve la suerte de conocer siendo un niño muy pequeño. Eran gentes de alpargata de esparto, con afloramiento del dedo meñique en el telar, y la piel marrón fuego surcada por arrugas viejas como el arado que guardaban en la cuadra. Brillaban sus ojos, y sus labios sostenían una colilla imposible e imperecedera entre los escasos dientes, un paleto aislado, y una quijada salpicada de saltos en el vacío. Pañuelos y lutos negros adornaban las desgracias familiares, las lógicas que hubiera, y completaban la familia con la lealtad de una mula, la de toda la vida. La única que yo vi de pequeño por aquellas tierras.
Comentaba con mi primo que fuimos los últimos testigos de un mundo que estaba desapareciendo, allá por los años 70, donde la mula de Tadeo era vieja y poco rentable ante la maquinaria del Aragonés, otro vecino del lugar que dispuso e un tractor. Los coches dejaron atrás los carros antiguos. Recuerdo detrás de las casas el perfil del carro viejo, afanado en años y de carcoma penetrante, junto a un perro atado que ladraba a todo el que pasaba y que se lamía en soledad. El aljibe está hoy cercado para evitar que se derrumbe. Ningún aguador lo reclama. Los tejados hechos con la sencillez de la viga de madera y de la argamasa formada por caña y barro, se derrumbaron hace tiempo arruinando sus tejas, o han sido reconstruidos con vigas de hormigón y techumbres prefabricadas. Ya no hay fabricantes de tejas, no hay madereros por el pueblo, no quedan aguadores, ni mulas acariciadas por las manos anchas y espesas de los hombres que las dominaban.
La casa de Paco, el que vino de Barcelona con posibles, la hizo y la levantó con sus manos: piedra a piedra, haciendo mojón y alfeizar. Sentó una techumbre fuerte, y levantó otro piso arriba para las personas, dejando el pozo de agua entre la tierra y la casa, justo por donde pasaba el cauce con agua de riego de cuando en cuando. Era un vecino a medio kilómetro de distancia. Nombres que siempre he llevado en mi memoria: fragüeros, bronquina, carrascalejos, gandoñas.
Hoy aquellas casas se conservan mejor de lo que podía pensarse. El camino de polvo está ahora asfaltado por una fina capa de brea, y la mayoría de aquellos muros son viviendas de veraneo, de recreo de los yeclanos más pudientes, como lo fuimos nosotros cuando nadie veraneaba por allí. La electricidad llega desde hace mucho, y el agua también, demasiado salina y escasa, se agota en cuanto llenan las piscinas los de abajo, pero llega sola con ayuda de motores o de camiones cisterna que llegan grandes tanques.
Ya no hay carros abandonados, los retiraron supongo, ni quinqués que alumbren las noches estrelladas de verano. Los móviles rompen el silencio de los árboles con sus chillidos durante el día, si es que se escuchan. No me imagino lo que diría Tadeo si volviera a este mundo que dejó para labrar el cielo con su arado y su mula, o lo que pensaría el aguador que quemó su vida con el reparto de agua con su carro y mula. Ni el vendimiador de entonces que se hacía su vino en su bodega de la casa del pueblo.
Hoy como fruta y no me sabe como aquella, bebo agua y no tiene sabor a barro, miro el cielo y no veo estrella ninguna. Aquel mundo era más incómodo y pobre, pero tenía muchas pequeñas cosas que no tengo hoy.